1782
Tras dar unos pasos fuera de la puerta, Justicia tropezó y estuvo a punto de caer de cara. Extendió los brazos y se sujetó a la pared de piedra. Apoyó el cuerpo contra ella y se aferró con toda el alma. Las piernas apenas si podían sostenerla.
En el callejón, más adelante, Easling se volvió a mirarla con terror.
¡Cómo había llegado ella a odiar el rostro suave y sin manchas de él!
—Estoy perfectamente bien, gracias —dijo ella—. Tenemos que alimentarnos. Por favor… por favor, abre la marcha.
—No tienes muy buen aspecto —dijo Easling. La expresión preocupada y compasiva de sus ojos encarnados hacía que deseara arañárselos con sus garras. En vida, él había sido un espécimen gordo y carente de atractivo. Los cambios de la muerte —la piel incolora, la calvicie, la manera en que los dientes nuevos le sobresalían de la boca—, lo habían convertido en algo demasiado feo de mirar. Habría estado encantada de destruir aquella cosa, aquel error creativo suyo, si no lo hubiera necesitado tanto.
Al bajar los ojos hacia sus propias manos, vio que había cruzado un Rubicón. Ya no parecía una vieja arrugada. Su piel ya no era sólo fina y como picada de viruelas. Estaba pudriéndose, descomponiéndose de modo visible. Había adquirido la apariencia de un cadáver.
Había sabido que eso iba a suceder. Había observado cómo le sucedía a Vincombe. Había visto a todos los otros que lo precedían, y sabía que ése sería su destino.
La furia la inundaba y le confería fuerza. Se soltó de la pared y avanzó con paso tambaleante, por su propio pie. No iba a sucumbir, todavía no. La sangre la restablecería. Si bebía la sangre suficiente, volvería a estar sana y feliz. La sangre suficiente…
¿Había en el mundo sangre suficiente como para mantener alejados los estragos del tiempo?
—Tenemos que alimentarnos.
—Regresa a tu ataúd. Descansa. Yo te llevaré bocados selectos. Te llevaré una compañía de bailarinas cuya vitalidad relumbra —le prometió Easling—. Te llevaré cualquier cosa que me pidas. Por favor. Mi amor.
Con su único ojo arrugado, ella lo estudió como un entomólogo estudiaría a un escarabajo atravesado por un alfiler. ¿Qué madre cruel lo había deformado de esa manera? ¿O había sido simplemente aquella insufrible mujer suya? Alguna mujer lo había deformado, eso estaba claro. Cuando ella había sido hermosa, él había deseado castigarla, lanzar improperios contra su forma ilusoria. Ahora que veía lo que realmente era, se postraba a sus pies para adorarla.
—Todavía puedo cazar —insistió ella—. Aún no me ha llegado el momento en el que no podré matar para sustentarme. —Pasó junto a él para entrar en el paseo. «Que el cielo ayude al primer hombre que encuentre», pensó.
«Que el cielo me ayude a mí, si es demasiado fuerte.»
Era como una plegaria. Era demasiado. Acalló el lastimoso lloriqueo apretando los puños de enfado, y avanzó, oliendo el aire en busca de sangre, su ojo danzando por los adoquines, buscando el resplandor de la sangre. Ese rojo cereza que ardía como acogedoras ascuas en una noche invernal. Cuando encontró a su víctima, era poco más que un niño, un aprendiz de zapatero que había trabajado hasta tarde en el taller. Apenas recordaba haberlo avistado, apenas recordaba cómo había abierto la puerta que tenía echado el cerrojo… ¿la había ayudado Easling? Había estado demasiado alterada como para apartar a su compañero. Y allí tenía a la presa, a aquel desdichado humano. Gritó. A veces gritaban.
A veces temían a la muerte.
La vida no es más que una partida de naipes, había pensado ella. La vida es una mano de cartas. No puedes escoger qué cartas te dan, sólo cómo jugarlas. Había parecido algo tan justo en el pasado… Cuando Vincombe la cazó a ella. Cuando tenía sólo una vida mortal que perder.
Por primera vez en toda su existencia, Justinia Malvern sintió pena por una de sus víctimas. Alivió el dolor del muchacho rompiéndole el cuello mientras se alimentaba de sus arterias. ¡Había estado tan asustado! ¡Tan horrorizado de que el mundo funcionara a su manera…!
«Yo no le temo a la muerte, pensó. Yo soy la mismísima muerte. No le temo a la muerte. —Lo pensó una y otra vez, como una meditación, un rosario de su creencia más íntima—. No le temo a la muerte. No le temo a la muerte. No le temo a la muerte.
»Pero… ¡Ay! Estoy tan asustada ahora, porque me hago vieja…»