1991

Sus manos recorrían el teclado para hablar por ella ahora que carecía de fuerza para mover la lengua y los dientes. Letra a letra, escribió el mensaje, como siempre, encantada por el modo en que los caracteres negros aparecían en la pantalla que tenía delante. Como si fuera una imprenta mágica, aquel aparato, aquel nuevo ordenador que le habían dado. Facilitaba mucho las cosas.

¿Jugamos a nuestro juego habitual, querido mío?

¿Qué aspecto puedo adoptar hoy?

Gerald, el querido doctor Armonk, su mascota, su juguete, el científico que el estado había designado para estudiarla, el hombre al que había acabado estudiando con tanta atención como él a ella, se sonrojó en la luz mortecina de la celda que ocupaba Malvern en el sanatorio abandonado. En las manos llevaba una revista enrollada cuyas satinadas páginas reflejaban las luces del techo. Se acercó a ella con vacilación, como si ella pudiera rechazarlo. Desplegó la revista abierta, y se lamió los labios al enseñarle la fotografía de una mujer abierta de piernas y brazos sobre un banco acolchado, en un gimnasio. ¡Qué gustos tan simples tenían estos hombres del siglo veinte! Habían eliminado todos los viejos prejuicios y los moralismos puritanos de los tiempos pasados, se habían abierto a ellos mundos enteros de posibilidades eróticas, y sin embargo, sin embargo, en sus fantasías querían lo mismo de siempre.

Justinia cerró los ojos para trabajar en el hechizo que le daría el cabello rubio, los labios carnosos y unos enormes pechos imposibles. Oyó cómo se aceleraba el corazón de Armonk. ¡Cuánto le gustaba jugar con ella!

Nunca la tocaba cuando ella se convertía en las chicas de sus sueños. Siempre se mantenía a buena distancia del ataúd hasta que acababa lo que había ido a hacer. A menudo, ella le suplicaba que le hiciera una pequeña caricia, que le diera un sólo beso. Le imploraba que la violase, que la hicieran sentir otra vez como una mujer. Hasta el momento, él había sido capaz de resistirse, y ella nunca había cometido el error de insistir demasiado.

Se tardaba más tiempo en ganar algunas partidas.

Deslizó la mano otra vez por el teclado.

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vino a verme el amo Jameson.

¿Qué? ¿Arkeley? Ese hombre… ese hombre es una lata. Seguro que te alegras de que esté dejándote en paz —insistió Armonk, mientras abría la hebilla de su cinturón—. Con sus amenazas vanas y sus exigencias de información. Honradamente, pienso que se ha aburrido. Solía vociferarnos continuamente sobre lo peligrosa que eres, pero tú nunca le has hecho daño a nadie desde que llegaste aquí, y ya nadie se lo toma en serio. La última vez que lo vi, estaba hablando de buscar a alguien que se hiciera cargo de tu caso. Ha estado buscando otros vampiros durante todo este tiempo, y no ha encontrado ninguno. Creo que está a punto de admitir su derrota.

Hmmmm. Interesante.

Pero eso no era aceptable.

Sus dedos pulsaron letras. Retrocedió para borrar lo que había empezado a escribir. Comenzó otra vez, dando forma a sus pensamientos mientras Armonk la miraba fijamente con aquellos ojos muy abiertos y necesitados.

Ella tenía un plan. Un plan muy simple pero que se desarrollaría a lo largo de muchos años, y que requería que ciertas cosas sucedieran en momentos determinados. Un plan que requería que ciertas personas actuaran de un modo predecible. Jameson era una parte muy importante de ese plan. La esfera de influencia de ella era ahora muy reducida, y si él iba a salir de esa esfera, a abandonarla por algún otro interés…

No. Eso no era aceptable.

Tenía que hacer que él volviera a encontrarla muy interesante. Darle una nueva razón para que no quisiera apartarse de su lado.

Amante, tengo que sentir tu contacto. Eres el mundo para mí.

Justinia, ya sabes el cariño que te tengo, pero…

No me amas. Nunca me has dado un beso siquiera.

No digas eso. —Se mordió el labio—. Por favor. Ni siquiera sugieras algo semejante. Simplemente no es verdad, y…

Este juego se vuelve tedioso..

Consume demasiado mis fuerzas.

No voy a jugar más, porque la diversión es toda para ti.

No —dijo él—. No. Por favor, te lo imploro. Necesito esto, yo… yo no puedo vivir sin nuestro… sin nuestros juegos —le dijo él. El corazón le golpeaba con fuerza dentro del pecho. ¡Qué fácil resultaba hacer que tuvieran miedo! A veces hasta demasiado fácil—. Por favor, dime que no lo has dicho en serio. Dime que siempre tendremos… siempre tendremos esto.

¿Había realmente lágrimas en los ojos de él?

Aflojó un poco el hechizo, sólo un poco. Dejó que el pelo se le volviera rojo, dejó que uno de sus ojos se oscureciera y desapareciera de la cuenca. Suficiente como para asustarlo, pero no lo bastante como para que sintiera repulsión.

Por favor —rogó él, incapaz de formar otras palabras. Hacía ya casi diez años que ella era su amante. Había llegado a creer sus halagos, a creer en su afecto. Los seres humanos eran tan vulnerables al amor…

Por favor —repitió, pero ella no cedió.

Él hizo, con total exactitud, lo que ella había previsto. No tenía elección, no si quería conservarla. Corrió a su lado, retorciéndose las manos y sudando profusamente. Se inclinó sobre el ataúd y se le acercó tanto que ella sintió el calor de la sangre que llevaba dentro. Posó los labios sobre los de ella.

Justinia mordió con fuerza. Cuando él empezó a gritar, cuando empezó a agitar las extremidades de un lado a otro, ella usó las últimas reservas de sus fuerzas para sujetarlo, para evitar que se soltara. Cuando la sangre empezó a correr, le resultó mucho más fácil.

«Esto debería llamar la atención de Jameson», pensó. Preveía que dentro de poco él encontraría tiempo para visitarla.

32 colmillos
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