1780

Lo he hecho —dijo Easling, respirando entrecortada y aceleradamente mientras su gordo cuerpo se agitaba por la culpabilidad. La sangre teñía sus manos, y el hedor a whisky inundaba el aire que mediaba entre ellos—. Justinia, lo he hecho, la he… la he matado, ha sido fácil, tal y como tú dijiste que sería, la simplicidad misma, más fácil de lo que yo pensaba, más fácil que… que… ¡Dios mío, hacía tanto tiempo que quería hacerlo, que soñaba con hacerlo! Y ya está hecho, está hecho y no… no me siento culpable. Ni un poquitín. Me niego a… a sentirme culpable…

Ella lo hizo callar posándole un blanco dedo sobre los labios. Lo había hecho bien. El cuchillo que había matado a la arpía de su mujer yacía, olvidado detrás de él, junto a la puerta. Veía la sangre que relumbraba sobre él como si se hubiera prendido fuego. ¡Con cuánta ansia quería esa sangre…! Pero Easling aún no había visto su verdadera forma. Nunca la había visto lamer la sangre derramada de una víctima. Ver eso ahora podría desviarle del sendero que con tanto cuidado había trazado para él.

Uno no renunciaba a jugar antes de que se hubieran hecho todas las apuestas, antes de que se hubiera jugado el último naipe. Le quedaba un triunfo más.

En silencio, le sostuvo la mirada. Cuando él la miraba, sólo veía a la hermosa pelirroja que ella había creado para él, con dos ojos sanos en su bonita cabeza. No tenía importancia. La maldición podía transmitirse a pesar de eso.

Él se calmó al mirar ella dentro de su alma. Su cuerpo se tranquilizó y su respiración se hizo regular y suave. Era como un hombre dormido que soñara, y ella lo dejó disfrutar de ese momento de paz, de olvido. «Nunca te abandonaré», le dijo ella, sin palabras. Dejó que el pensamiento se deslizara a través de la cabeza de él como humo por una chimenea, que deja sólo hollín tras de sí. «Te protegeré de todos los que hagan planes contra ti. Te enseñaré muchísimas cosas. A cambio sólo pido un poco. Y que sellemos nuestro pacto. Te entregaré este don.»

Cuando la maldición entró en él, Easling suspiró como un hombre aliviado de una enorme enfermedad. Cuando Vincombe se la había dado a ella, Justinia no había sentido casi nada, pero para Easling era una especie de gracia y de emoción sexual al mismo tiempo. Le subió la sangre a las mejillas y la frente, y ella tuvo que luchar consigo misma para no tomarlo entonces, para no matarlo y beber hasta hartarse.

No. Todavía no. Había tantas cosas más que podían obtenerse…

«Ahora tienes que hacer una nadería por mí. No es gran cosa. No te dolerá. Te lo prometo.»

Su mentón subió y bajó para asentir. Luego se apartó de ella y dejó de mirarla. Ella cayó de través sobre la cama, completamente exhausta. Pasarle la maldición la había dejado agotada. Pero ya estaba hecho. Dejó que el hechizo se deshiciera y su cuerpo asumiera su verdadera forma. No había problema ninguno. Él no la estaba mirando… y cuando volviera a hacerlo, cuando se levantara y la mirase otra vez, el hechizo ya no le haría efecto.

Él se puso de pie y fue hasta la puerta con paso tambaleante. Estaba tan borracho que no opuso la más mínima resistencia. Gruñó al inclinarse para recoger el cuchillo. El mismo con el que había matado a su mujer. No vaciló ni respingó al clavar profundamente la punta en la larga arteria de su muslo. Movió la hoja adelante y atrás durante unos momentos, luego la sacó y dejó que el cuchillo cayera una vez más al suelo.

Fuera, en la calle, la vida de Manchester continuaba a su ritmo. Los carros pasaban con estruendo por encima de los tablones tendidos sobre los baches. Un perro gruñía a las ratas que había en el callejón, mientras los vendedores de periódicos voceaban atractivos titulares de los acontecimientos del día. Durante los últimos años, los habitantes de la ciudad se habían vuelto descuidados y habían olvidado a los monstruos que vivían entre ellos. Justinia había carecido de la energía necesaria para mantenerlos atemorizados.

No pasaría mucho tiempo antes de que se acobardaran como era debido. Antes de que ella tuviera a su lado a su caballero de pálida armadura para que la ayudara, para que le llevara la sangre que necesitaba.

Easling se desplomó en la puerta, con la espalda contra la jamba. Profirió sonidos bajos y sollozantes que ella no intentó entender. Su sangre manaba formando un gran charco sobre el suelo de madera.

Al fin, él cerró los ojos y ella se atrevió a deslizarse fuera de la cama. Se arrastró por el suelo como una serpiente, y su lengua comenzó a salir y entrar de la boca para recoger la vida que se derramaba de él. Tenía que beberla toda mientras aún estaba tibia.

32 colmillos
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