¿Por qué otros directores se pelean los festivales de cine?
Uno puede llegar siendo un desconocido y salir convertido en estrella. Las fotografías se fijan en el glamour. Detrás, sin embargo, en cada Cannes, Venecia, San Sebastián o Berlín hay una legión de aficionados, distribuidores y productores a la caza del último descubrimiento. Si después de haber ganado la Palma, el Oso, la Concha o el León de Oro, al cabo de uno o dos años un director confirma la alternativa con algún otro trabajo interesante, entra a formar parte de ese selecto grupo por cuyas películas se pelean todos los certámenes. Su obra se distribuye en los circuitos de arte y ensayo, y a partir de ahí a veces ocurre el milagro de que se conviertan en éxitos comerciales. Fue el caso, por ejemplo, del polaco Krzysztof Kieslowski.
Hasta 1988 casi nadie fuera de Polonia sabía de su existencia. Aquel año presentó en el Festival de Cannes No matarás, uno de los capítulos de su Decálogo, rodado originariamente para la televisión, medio en el que había desarrollado buena parte de su carrera. Unos años más tarde, instalado en Francia, rodó con producción francesa una trilogía inspirada en los colores de la bandera gala: Azul (1992), Blanco (1993) y Rojo (1994). Cada uno de los títulos era una reflexión en torno a alguno de los principios de la Revolución Francesa: libertad, igualdad, fraternidad. Eran cintas poéticas y simbólicas, que reflexionaban sobre los grandes temas de la existencia. «Expongo interrogantes, nunca doy respuestas. Lo que me apena es que con el ritmo de vida que llevamos no tenemos tiempo de preguntarnos quiénes somos o a dónde vamos. Ya no tenemos tiempo para las cosas importantes», decía el director. A pesar de que eran películas de vocación minoritaria, se convirtieron en éxitos. En Francia más de un millón de espectadores vieron Azul, que recaudó en España más de trescientos millones de pesetas, cifra impensable para este tipo de película. El prestigio de Kieslowski creció como la espuma hasta convertirse en moda, pero, circunspecto y con una seriedad que parecía esconder ironía, el director se tomaba todo aquello como si no fuera con él. Hablaba francés, pero en sus encuentros con periodistas utilizaba un traductor de polaco porque decía que estaba «demasiado mayor para hacer esfuerzos». En 1994, cerrada ya su trilogía, sorprendió a todo el mundo al anunciar, con cincuenta y dos años, su retirada del cine: «Tengo un chalecito en los lagos de Masuria y pienso vivir allí. Pasaré el tiempo sentado en mi butaca preferida en la terraza. Tendré al lado muchos libros, muchos cigarrillos y mucho café.» No pudo disfrutar durante mucho tiempo de esas pequeñas pasiones. Un infarto prematuro acabó con él dos años después.
La revelación del mejicano Arturo Ripstein tuvo lugar en el Festival de San Sebastián, donde Principio y fin (1993) ganó la Concha de Oro. Los suyos son melodramas ambientados en el Méjico más profundo y exagerado, un universo barroco poblado de personajes a menudo sórdidos, como la pareja de psicópatas de Profundo carmesí (1996), a los que, sin embargo, el director trata siempre de comprender. Pedro Almodóvar ha dicho de él que es el director en activo al que más admira. La crítica lo ha calificado tradicionalmente como el heredero más claro de Luis Buñuel, aprovechando el hecho de que fuera, en sus comienzos, ayudante del maestro aragonés en títulos como Simón del desierto. Ripstein replica con modestia que, si tiene algo que ver con don Luis, es porque los dos se han servido del mismo género —el melodrama— y lo han ambientado en el mismo lugar: Méjico. «Sospecho que cada vez que me nombran su discípulo, el maestro, en el cielo de los cineastas, debe aporrear y pegar gritos. A estas alturas debe estar harto. Mis personajes son dulces en el fondo; los de Buñuel son terribles prácticamente siempre; Buñuel viene del movimiento surrealista, yo vivo en un país que no puede evitar el surrealismo; Buñuel va a buscar sorpresas, yo no puedo quitármelas de encima.»
En 1992 se presentó una pequeña película iraní titulada Y la vida continúa dentro de la sección «Un Certain Regard» del Festival de Cannes. Casí nadie conocía a su director, Abbas Kiarostami, un realizador persa que había nacido en Teherán en 1940. Dos años después volvió a deslumbrar a la crítica internacional con A través de los olivos. Desde entonces los festivales de cine más importantes se disputan su presencia y la de sus películas. En 1997 ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes con El sabor de las cerezas, y en 1999 el Gran Premio del Jurado en Venecia con El viento nos llevará. Su cine es aparentemente sencillo, pausado, de largas secuencias, pero cargado de profundas reflexiones y de poesía. Sus personajes, encarnados casi siempre por actores no profesionales, siempre buscan algo. En Y la vida continúa muestra a un director de cine buscando a unos actores infantiles tras un terremoto; en El sabor de las cerezas un hombre que se quiere suicidar quiere encontrar a alguien que le entierre una vez que haya muerto. También el cine y su relación con la realidad es otro de sus motivos preferidos de reflexión. Así, A través de los olivos es la historia de dos actores que también aparecen en Y la vida continúa y en El viento nos llevará. Un equipo de filmación se desplaza a un lejano pueblo del Kurdistán para filmar los funerales que se le harán a una centenaria mujer. Un cine difícil de ver, pero apasionante de interpretar. Para Kiarostami el cine es el arte de mostrar sirviéndose de la ocultación. El espectador tiene que imaginar, llenar una especie de casillas vacías. Tener, en definitiva, una actitud creativa.
Pero si hay alguien que merezca el título de gran acaparador de premios festivaleros en últimas décadas ese es el bosnio Emir Kusturica. En 1981 obtuvo el León de Oro en el Festival de Venecia con su ópera prima ¿Quién se acuerda de Dolly Bell?, en la que trataba las influencias del pop occidental en la juventud yugoslava de la época (por entonces Kusturica compatibilizaba su dedicación al cine con su labor como bajista en un grupo de rock and roll). Su consagración definitiva llegaría en 1985, cuando con Papá está en viaje de negocios consiguió la Palma de Oro en Cannes, festival que a partir de entonces convertiría en territorio propio, presentando en él casi todas sus películas y consiguiendo nuevos premios: Mejor director en 1989 con El tiempo de los gitanos y nueva Palma de Oro en 1995 por Underground.
Considerado uno de los maestros del realismo mágico en el cine, Emir Kusturica siempre ha destacado por su capacidad para inventar imágenes deslumbrantes. Su cine, muy influido por el de Fellini, ha sido comparado también con las pinturas flotantes de Chagall: «Quizá porque mis películas me ayudan a escapar de la gravitación —decía el director—. El cine debe realizarse no como ciencia-ficción, sino con un toque humano y lleno de fantasía.»
La polémica también le ha acompañado en varias ocasiones. Cuando en 1991 estalló el conflicto de los Balcanes, muchas voces pidieron a Kusturica que expresara públicamente su dolor por la tragedia humana que se estaba produciendo y por la destrucción de su ciudad natal, Sarajevo. No obstante, el director se mantuvo en silencio y cuando por fin abordó el tema con su cine fue aún peor. Underground (1995) era una metáfora sobre los últimos cincuenta años de la historia de su país, a través de las peripecias de dos amigos partisanos. Un réquiem nostálgico por la Yugoslavia unida que había dejado de existir. En seguida fue acusado de propagandista serbio por sus compatriotas bosnios y por varios intelectuales europeos. Las críticas fueron tan duras que el director tomó una decisión: «Quiero informar a mis amigos y enemigos que en el año cuarenta y uno de mi vida he dejado de hacer películas», declaraba al diario francés Libération.
Sin embargo, su anunciado abandono del cine no duró mucho. Tan solo unos meses después volvía a ponerse tras las cámaras para rodar Gato negro, gato blanco (1998), una nueva mirada hacia la comunidad cíngara eslava que ya había protagonizado otra de sus mejores películas: El tiempo de los gitanos (1989). Una vez más la película fue premiada: León de Plata en Venecia. Excesivo para unos, fascinante para otros, lo que nadie pone en duda es que Emir Kusturica sigue siendo una de las figuras más innovadoras del cine actual.