¿Qué clase de público acudía por entonces al cine?
A pesar del rápido desarrollo del cine en esos primeros años, las películas eran consideradas tan solo un entretenimiento ingenuo y vulgar destinado a las masas populares. A nadie se le ocurría pronunciar la palabra «arte» por entonces. Pero la proliferación de filmes y la repetición de temas empezaban a aburrir al público, por lo que se vio la necesidad de recurrir a la Literatura, la Historia o la Biblia como fuentes de inspiración. A la vez, los productores pretendían interesar con ellos a una nueva categoría de espectadores, más cultos, que hasta entonces despreciaban el cine.
Con esa intención se fundó en Francia la sociedad productora Le film d’Art, que se proponía como objetivo ofrecer películas de contenido artístico. Para ello se contrató a los mejores autores teatrales de la época, con la misión de adaptar piezas clásicas al cine y se llamó a los grandes actores de la Comedia Francesa para que las interpretaran. Hasta la «divina» Sarah Bernhardt se dejó convencer para rodar unas cuantas películas («esas ridículas pantomimas fotografiadas», las había llamado), seducida, sin duda, por los mil ochocientos francos por sesión que le ofrecían. En 1908 se estrenó el que es considerado el primer film d’Art de la historia del cine: El asesinato del duque de Guisa, que además contaba con la primera partitura musical escrita para una película.
En Italia el film d’Art también fructificó, con especial predilección hacia el género histórico y la Biblia, destacando superproducciones como ¿Quo Vadis? (1912) y, sobre todo, Cabiria (1913), de Giovanni Pastrone, la obra más importante de la época a nivel mundial. Era una película monumental, con grandes escenarios y multitud de figurantes, ambientada en la Segunda Guerra Púnica. El New York Dramatic Mirror escribía en su crítica tras el estreno americano: «La película convencerá a muchos incrédulos de que el buen arte no es incompatible con la industria del cine.» A pesar de todo, las películas del film d’Art, incluso las más grandilocuentes, no eran otra cosa que teatro filmado. El cine necesitaba construir su propio lenguaje para ser él mismo y el forjador de esa gramática iba a llegar en la persona de Griffith.