¿Cómo evolucionó Woody Allen?
En 1992, gracias a unas fotos indiscretas, Mia Farrow descubrió que el personaje que acababa de encarnar en Maridos y mujeres estaba basado en un hecho real. En la película Woody Allen dejaba a su mujer, Mia Farrow, por una de sus alumnas. En la vida real el director también la engañaba, y no con una jovencita cualquiera, sino con Soon Yi, la hija adoptiva de la actriz. El asunto era rocambolesco, y suministró toneladas de carnaza a la prensa sensacionalista; pero, culebrones y cotilleos al margen, lo que más alarmaba a los seguidores de Woody Allen era la certeza de que aquella ruptura significaba el final de una época.
A principios de los ochenta Mia Farrow había sustituido a Diane Keaton como musa de Woody Allen. Y durante esa década el director había alcanzado una personal madurez en la que era capaz de mezclar metafísica y payasadas en un mismo diálogo. Había alternado películas serias y pretendidamente trascendentes como Septiembre (1987) u Otra mujer (1988), con otras de aspecto más desenfadado como Hannah y sus hermanas (1986). Eso sí, fuera cual fuera el tono, los temas se repetían (la muerte, el sexo, Dios, Nueva York…) gracias a la peculiar unidad que les daba la personalidad neurótica del personaje que el propio Allen interpretaba una y otra vez. Mia Farrow, por su parte, solía ser una mujer frágil, insegura y vulnerable, y sin el aire desvalido que dio al personaje de espectadora atrapada en una película en La rosa púrpura de El Cairo (1985), este título nunca habría sido, como para muchos es, el más encantador de la filmografía del director.
Pero ahora todo podía cambiar. Por si la inquietud por la ruptura no fuera suficiente, Mia Farrow y Woody Allen se embarcaban en una amarga batalla legal por la custodia de sus hijos. ¿Cómo afectaría todo aquello a la obra de Allen? La respuesta no se hizo esperar. Contra todo pronóstico el neoyorquino de las gafas se refugió en el trabajo y empezó a parir una comedia tras otra, como si la crisis hubiera espoleado su genialidad y su sentido del humor. Volvió a dirigir a Diane Keaton en Misterioso asesinato en Manhattan (1993), demostrando de paso que el tiempo no había reducido la química entre los dos. Otras veces contrataba a algún otro actor para que interpretara a su alter ego, como en Balas sobre Broadway (1994), donde John Cusak encarnaba un joven dramaturgo falto de inspiración.
En los ochenta hasta sus mayores admiradores le reconocían algún altibajo. En los noventa, en cambio, todas las películas de Allen eran «la mejor», como si de repente le hubiera entrado una enorme prisa y como si su vida se rigiera por la filosofía de uno de los diálogos que él mismo había recitado en Annie Hall. «¿Conocen este chiste? Dos señoras están en un hotel de alta montaña y dice una: “Vaya, aquí la comida es terrible”, y contesta la otra: “Sí, además las raciones son tan pequeñas…” Pues básicamente así es cómo me parece la vida. Llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza… y, sin embargo, se acaba demasiado deprisa.»