¿Cómo influyó el cine en la educación sexual de los setenta?
Millares de espectadores encontraron de repente en las pantallas un kamasutra visual donde aprender con ejemplos prácticos. El éxito comercial de El último tango en París y de sus escenas tórridas había abierto los ojos de los productores, que a partir de entonces se dedicaron a convertir al público en un insaciable voyeur a base de erotismo de celuloide. El título por excelencia de la época fue Enmanuelle (1974), protagonizado por Silvia Kristel, actriz que acabaría convirtiéndose en uno de los símbolos sexuales de la década. La película ofrecía un erotismo pretendidamente sofisticado y suave, apto para casi todos los públicos. Además de imponer en todo el mundo la moda de los sillones de mimbre y suscitar, desde entonces, las fantasías sexuales de los viajeros de avión, la película se convirtió en un taquillazo. En un cine de París se proyectó durante quinientas cincuenta y dos semanas ininterrumpidas. El cine francés seguiría aprovechando el filón de oro con otras películas de similar tono, como La bestia (1975) o Historia de O (1975).
Garganta profunda (1972), de Gerard Damiano, era, en cambio, mucho más explícita y fue la primera película de cine porno que logró salir de sus circuitos minoritarios para llegar a un público más amplio. Se convirtió en un título de culto, sobre todo gracias a las habilidades «succionadoras» de su protagonista: Lynda Lovelace. Mientras, desde Italia, llegaban varias películas que mezclaban el sexo con el nazismo, como Salón Kitty (1976), de Tinto Brass, o Portero de noche (1975), de Liliana Cavani, cuyo escándalo estuvo más en la perversidad de su argumento que en el erotismo de sus escenas: planteaba la pasión sadomasoquista de una prisionera judía por su torturador nazi revivida años después.
Pero en el saco del llamado cine erótico también se acabaron incluyendo producciones de gran calidad. Tal fue el caso de El imperio de los sentidos (1976), de Nagisha Oshima, una tragedia en la que el juego de los amantes, que satisfacían su cada vez más exigente deseo sexual, terminaba en un crimen. Como ocurrió con la mantequilla de El último tango en París, la escena en la que utilizaban huevos duros hizo que se disparasen las ventas de este producto en las grandes ciudades norteamericanas. Aunque El imperio de los sentidos no escamoteaba las escenas de sexo, estaba muy lejos del erotismo simplón de las otras películas, lo que no consiguió evitar que fuera prohibida, censurada y perseguida en muchos países. Hoy, olvidado el escándalo, se la contempla como un auténtico clásico del cine japonés, una película magistral sobre los límites del amor y el sexo.