¿Cómo fue el período mudo dentro del cine español?
Aparte de los pioneros que ya comentamos anteriormente, la primera figura que destacó dentro del primitivo cine español fue la del aragonés Segundo de Chomón, al que ya hemos visto como ayudante de Gance en Napoleón. Fue un gran innovador, entre cuyos inventos figuran la construcción de aparatos tomavistas, la utilización de maquetas, dobles impresiones, el coloreado de fotogramas a mano o el procedimiento llamado «paso de manivela», que permitía movimientos y desapariciones «mágicas» similares a las de Méliès. Su obra más representativa es El hotel eléctrico (1905), donde puso en práctica muchas de sus ingeniosas ideas. Tras el éxito de esta película, el prestigio de Segundo de Chomón superó nuestras fronteras y fue contratado por la casa Pathé para que desarrollara sus técnicas en los estudios de París.
Chomón fue una figura que sobresalió dentro de un panorama creativo bastante pobre. El cine español de la época muda se centró en el costumbrismo, con adaptaciones de zarzuelas y sainetes, además de otras películas pintorescas sobre toros, casticismo o folklore. Apenas dio testimonio de la realidad cultural y social tan convulsa que vivió España en todo ese tiempo. La precariedad creativa fue consecuencia, en gran parte, de la ausencia de condiciones mínimas para que se asentara una industria cinematográfica eficaz. El Estado no dictaba normas para proteger el cine nacional y tampoco había productores emprendedores que asumieran el riesgo, como ocurría en Estados Unidos. Las primeras productoras fueron surgiendo de forma muy tímida, ya en los años veinte, y la industria cinematográfica española se caracterizó por un constante nacer y morir de compañías que luchaban por su supervivencia. El resultado final fue el raquitismo y subdesarrollo de nuestro cine, sobre todo si se le compara con el que se hacía en otros países en esa misma época.
Hay muy pocos títulos destacables. Entre ellos hay que citar Los arlequines de seda y oro (1919), de Ricard de Baños; La verbena de la Paloma (1921), de José Buch; La casa de la Troya (1925), de Alejandro Pérez Lugin; El negro que tenía el alma blanca (1927), de Benito Perojo, y, sobre todo, La aldea maldita (1930), de Florián Rey, la única película española del período que merece pasar a la historia del cine universal, por su innovador sentido de la narración cinematográfica que mezclaba realismo y poesía. La película contaba la emigración colectiva de un pueblo huyendo de la sequía y el hambre, y su director, que se convertiría en una de las figuras más relevantes del cine español en los años siguientes, realizó otra versión sonora años después.