¿Y el público no se cansaba de ver obreros saliendo de las fábricas o parroquianos de misa de doce?
Probablemente habría sido así de no ser por algunos pioneros que entendieron en seguida las posibilidades creativas del cine. El primero de todos fue un actor y prestidigitador francés llamado Georges Méliès, que estaba entre aquellos treinta y cinco privilegiados que asistieron a la primera sesión del cinematógrafo en el Gran Café de París. Maravillado por el prodigioso aparato intentó adquirirlo en seguida para incorporarlo a su teatro de magia, pero los Lumière rechazaron su oferta: «Nuestro invento no está en venta —le dijeron—. Puede ser explotado durante algún tiempo como curiosidad científica, pero no tiene ningún porvenir comercial. Le llevaría a la ruina.» Méliès, sin embargo, no se dio por vencido. Compró un aparato parecido en Inglaterra y lo perfeccionó él mismo. En el jardín de su casa construyó un gran invernadero y lo equipó con todas las innovaciones escenográficas del teatro, creando así el primer plató de cine del mundo.
Al principio filmaba películas similares a las de los Lumière, pero un día, mientras visionaba unas escenas callejeras que acababa de rodar, se quedó atónito al ver cómo un ómnibus se transformaba por arte de magia en una carroza fúnebre. La explicación era sencilla. El tomavistas se había atascado durante el rodaje unos pocos segundos, tiempo suficiente para que la circulación cambiara y diera lugar así a un asombroso efecto de sustitución. Aquel episodio fue su manzana de Newton y a partir de entonces Méliès empezó a experimentar.
Sus películas estaban llenas de trucajes: sobreimpresiones, objetos que se mueven solos, desdoblamiento de personajes, gente que desaparece o vuela… Georges Méliès descubrió al mundo que el cine no solo servía para fotografiar la realidad. También podía inventarla y hacerla más fantástica y divertida.
Méliès fue el creador de la ciencia-ficción en el cine. Suyo fue el primer Viaje a la luna (1902), cuya escena del cohete incrustado en el ojo del satélite constituye la primera imagen clásica del séptimo arte. También rodaba películas más ambiciosas, como La conquista del polo (1912), o reconstrucciones de sucesos de actualidad, como el famoso Proceso Dreyfus (1899), que conmocionó a las gentes de su época, y que Méliès ofrecía reinterpretado en estudio por actores. Entre 1896 y 1914 rodó más de quinientas películas, pero, desgraciadamente, la predicción de los Lumière se hizo realidad. El monopolio industrial de Edison o de empresas como Pathé, más los efectos de la Primera Guerra Mundial, llevaron a Méliès a la ruina, hasta el punto de verse obligado a destruir la mayor parte de sus películas al no tener dónde conservarlas. Tras la guerra su pista se perdió. Un día de 1932 el director de una revista francesa de cine le descubrió vendiendo caramelos en la estación de Montparnasse de París. Pero ya era tarde para rehabilitar su prestigio como verdadero inventor del cine-espectáculo. Poco tiempo después moría en un asilo de caridad.