¿Y qué hizo de Bogart el actor ideal para este tipo de películas?
Cuando Humphrey Bogart fue elegido para encarnar a los detectives Spade y Marlowe, a nadie le extrañó. Porque había conseguido para entonces lo que ningún otro actor: gustar al público interpretando personajes teóricamente negativos como gángsters y criminales.
Después de años de teatro y muchos secundarios de cine, este neoyorquino de buena familia había llegado, por fin, a la cima del hampa cinematográfica en 1941. Sus dos grandes competidores en el género: James Cagney y Edward G. Robinson, habían rechazado el papel de El último refugio (1941) porque, dado que la censura exigía que los gángsters expiaran sus crímenes, el personaje debía morir. «Finalmente, cogimos a Bogey —recordaba el director de la película, Raoul Walsh— porque le daba igual dejarse abatir por los policías. A diferencia de otros actores, se puede matar a Bogey en una película. El público lo admite.»
Durante la Primera Guerra Mundial Humphrey Bogart había luchado en la marina. En una explosión se le había clavado una astilla en el labio superior y la cicatriz que lucía desde entonces le daba un gesto desdeñoso ideal para sus interpretaciones. Con sus gángsters y detectives perfeccionó un tipo de personaje que, con el tiempo, el público reconocería con su sola presencia en pantalla: un hombre duro y descreído, pero que escondía, en el fondo, un buen corazón. Bogart encarnaría esta misma personalidad en títulos ajenos al cine negro como las románticas Casablanca (1943), La reina de África (1952) o Sabrina (1954).
En la vida real el actor era tan antipático, huraño y bebedor como muchos de sus personajes. Pero, como si ficción y realidad se mezclaran, el público pudo comprobar que en el fondo era un sentimental cuando, con cuarenta y cuatro años, se casó con una jovencita de diecinueve llamada Lauren Bacall. La pareja fue una de las más estables de Hollywood y duró hasta que un cáncer de esófago terminó con Bogart. Esta vez al público sí que le importó verlo morir. El cadáver fue incinerado y al lado de su urna se conserva el silbato de oro que ella le regaló en recuerdo de la frase más célebre de la película en que se conocieron, Tener o no tener (1944): «Si me necesitas, silba.»