¿Y quiénes fueron junto a Joan Crawford las grandes actrices clásicas?
Al igual que ocurría con los actores, también las actrices impregnaron sus personajes de su propia personalidad. Desde que en 1930 llegó a Hollywood, procedente del teatro de Nueva York, la especialidad de Bette Davis fueron las mujeres de gran carácter, a menudo tiránicas y perversas. «Nadie es tan buena como Bette, como cuando Bette hace de mala», se empezó a comentar pronto en Hollywood. Ojos saltones, frente abombada, boca grande y pechos caídos, Bette Davis tuvo que compensar con talento aquello que la naturaleza le había negado en glamour. Y lo consiguió gracias a estupendos melodramas como Jezabel (1938), La carta (1940), La loba (1941) y, sobre todo, Eva al desnudo (1950). Aquellos personajes tan intensos nacían de una personalidad real, también muy enérgica y, a menudo, intratable. Una vez estuvo a punto de quedarse ciega cuando alguien añadió acetona a su colirio. Como se llevaba tan mal con todos sus compañeros de rodaje, nunca supo de quién tenía que sospechar. En otros episodios demostró, en cambio, tener un gran sentido del humor. Por ejemplo, cuando empezaron a escasearle las ofertas puso un anuncio en la prensa: «Madre de tres hijos, divorciada, con treinta años de experiencia cinematográfica, todavía capaz de moverse y más afable de lo que los rumores dicen, busca trabajo estable en Hollywood.» El resultado de tan original demanda se tituló ¿Qué fue de Baby Jane? (1962), en la que ella y Joan Crawford interpretaban a dos viejas esperpénticas.
En 1989 el Festival de San Sebastián le dedicó el Premio Donostia. Vestida de negro a su llegada, saludó en español a los periodistas y aficionados que la esperaban en el hotel María Cristina con un amabilísimo «hasta después». El después duró cinco días, los cinco días que estuvo recluida en su habitación. Cuando por fin salió para dar una rueda de prensa explicó: «He estado comiendo, durmiendo, planeando el maquillaje que tenía que lucir, la ropa que iba a vestir… Todo para poder ofrecer lo mejor que llevo dentro a este gran festival.» Solo ella sabía que estaba muy enferma. Murió en París pocos días después. Sin que nadie lo sospechara en el momento, «la loba» había diseñado su visita a San Sebastián como su última gran actuación.
Katharine Hepburn representó un toque de modernidad en Hollywood. Era liberal, feminista e independiente. No usaba maquillaje, vestía pantalones, contestaba a los jefes de los estudios y no desprendía el glamour inalcanzable que se les suponía a las estrellas. Su determinación se convertiría pronto en un modelo para las mujeres y, después de un período de adaptación, su estilo sedujo también al público masculino. Su descubridor y amigo, el director George Cukor, dijo de ella: «Kathy no se parecía a los años treinta, sino a sí misma. Luego las chicas empezaron a imitarla y la década se pareció a ella.»
La madre de Katharine era sufragista y de niña ella repartía octavillas. Hacía deporte, nadaba mejor que cualquier niño, llevaba el pelo a lo chico y sus amigos la apodaban Jimmy. Su estilo dinámico impregnó pronto sus personajes, que solían ser casi siempre mujeres alocadas, pero encantadoramente decididas y seguras de sí mismas. Desprendió una química especial junto a Cary Grant en comedias como la disparatada La fiera de mi niña (1938), pero su gran pareja en el cine y en la vida real fue Spencer Tracy.
Se conocieron y enamoraron en La mujer del año (1942). Rodaron juntos otras ocho películas más e, interpretando a matrimonios en títulos como La costilla de Adán (1949), lograron una complicidad solo al alcance de dos actores en estado de gracia. Paradójicamente no se casaron en la vida real. Debido a sus convicciones católicas, Tracy no accedió a divorciarse de su esposa. Cuando, después de la muerte del actor, Katharine se puso por primera vez en contacto con ella, la esposa le comentó: «Pensaba que lo vuestro era solo un rumor.»