¿Qué se entiende por «artesanos de Hollywood»?
Por este nombre suele conocerse a aquellos directores que trabajaron fielmente integrados en el sistema de los estudios y que llevaron a cabo su labor con gran sentido de la profesionalidad. No consiguieron quizá un estilo personal que unificara su obra, ni la independencia creativa respecto a los productores que sí lograron otros colegas suyos, pero a ellos se debe buena parte de los grandes clásicos del cine americano. Frente a los maestros o artistas, ellos eran los artesanos. A menudo sus nombres han quedado sepultados bajo la fama de las películas en las que participaron, y hoy en día pocos aficionados recuerdan quién ganó un Oscar al mejor director por Lo que el viento se llevó o cómo se llamaba el realizador de Casablanca.
Victor Fleming llevó a cabo casi toda su carrera en la Metro. Si Cukor era el director de mujeres, a él lo consideraban un gran director de hombres. Gary Cooper obtuvo su primer gran éxito con una película suya, El virginiano (1929), dirigió a Spencer Tracy en Capitanes intrépidos (1937) y era el director favorito de Clark Gable. Por eso lo eligieron a él después de que George Cukor fuera despedido de Lo que el viento se llevó. Como director de estudio, Fleming estaba permanentemente a disposición de los productores para la historia y género que estos requirieran, y entre las joyas que realizó figura un cuento musical tan célebre como El mago de Oz (1939).
En la Warner uno de los directores más destacados en las décadas de los treinta y cuarenta fue Michael Curtiz, que, además de Casablanca (1943), realizó para este estudio títulos tan populares como Capitán Blood (1935) o Yanqui dandy (1942), un musical en el que el gángster habitual, James Cagney, bailaba con tanto ritmo que se llevó un Oscar. Curtiz era húngaro e hizo su primer film en la Warner con treinta y ocho años. Hasta entonces su biografía es confusa. Parece que fue él quien realizó la primera película de ficción de su país y que trabajó en Viena antes de llegar a Estados Unidos. A pesar del gran prestigio que obtuvo en la Warner, nunca luchó para obtener más libertad como otros directores de su rango. Asumía las directrices y cumplía su trabajo con gran corrección. En solo un año, en 1930, firmó, por ejemplo, seis películas. Su puesta en escena era clásica y nunca se permitía innovaciones. Todo lo contrario que nuestro siguiente director.
A pesar de ser un hombre formado en el teatro, dedicación que siempre compaginó con el cine, Rouben Mamoulian gustaba de experimentar con las técnicas cinematográficas. Su primera película, Aplauso (1929), supuso un gran avance en el uso del sonido. Años después, La feria de la vanidad (1935) fue la primera película rodada íntegramente en Tecnicolor. Mamoulian era georgiano y había emigrado a Estados Unidos en 1923. Conservó siempre, de su experiencia teatral, una gran habilidad para la dirección de actores y un gran gusto por los decorados y el vestuario, tal y como evidenció en otro de sus grandes títulos: La reina Cristina de Suecia (1934).
La especialidad de Raoul Walsh fueron, en cambio, el cine negro y las películas de acción y aventuras. Dirigió a algunas estrellas en sus mejores papeles. Nunca James Cagney ha estado tan temible y patético a la vez como en Al rojo vivo (1949), ni Errol Flynn tan patrióticamente heroico como interpretando al general Custer de Murieron con las botas puestas (1942). La carrera de Walsh recorrió casi toda la historia del cine. En la etapa muda participó como actor en El nacimiento de una nación (1915), fue también ayudante del director de aquella película, David W. Griffith, y, ya en solitario, dirigió a Douglas Fairbanks en El ladrón de Bagdag (1924). Los treinta y los cuarenta fueron sus años dorados, y su obra, tan bien sintonizada con el funcionamiento del «sistema de los estudios», empezó a declinar en los cincuenta. A pesar de todo continuó trabajando y realizó su última película con más de setenta años. Cuando los críticos de los años sesenta y setenta se esforzaron en descubrir autores entre los directores clásicos, concluyeron que el sello de Raoul Walsh estaba constituido de energía, agilidad y sencillez.