¿Cómo evolucionó el cine español durante los años ochenta y noventa?
Después del cierto entusiasmo que produjo entre los espectadores españoles el fin de la censura y después de lo refrescante y renovador de la entrada de algunos realizadores jóvenes, el cine español no tardó en volver a la realidad, una realidad cinematográfica copada por la todopoderosa industria americana que acaparaba la atención de los espectadores. Los porcentajes de público del cine español eran ridículos frente al hollywoodiense. Se volvía a hablar de crisis, si es que alguna vez se había dejado de hacerlo, y el prestigioso Juan Antonio Bardem decía comparando la situación con la época de las «conversaciones de Salamanca»: «Si en 1955 la industria cinematográfica española era raquítica, hoy está muerta.» Curiosamente, en 1983, en medio de aquel panorama industrial tan triste, una película española ganaba el Oscar al mejor film de habla no inglesa por primera vez. Fue Volver a empezar, de José Luis Garci. La chaqueta blanca que lucía el director cuando subió a recoger el premio era un particular homenaje al Rick de Casablanca. Garci estuvo, en cambio, menos previsor en cuanto a la pajarita se refiere, porque a última hora tuvo que pedir una prestada en el hotel.
El Gobierno socialista reaccionó a finales de 1983 con el «decreto Miró», que tomó el nombre de la directora general de Cinematografía, Pilar Miró. Los productores recibían subvenciones anticipadas y así los riesgos económicos quedaban minimizados. Las consecuencias no se hicieron esperar. El nivel técnico de las producciones, los sueldos, las condiciones de trabajo, etc., mejoraron notablemente. La nueva ley tuvo además interesantes frutos artísticos. Directores que venían de la década anterior, como Manuel Gutiérrez Aragón —La mitad del cielo (1986)—, pudieron seguir rodando películas, mientras que otros, recién incorporados, pudieron madurar, como Fernando Trueba, que demostró lo bien que podía moverse en géneros diferentes a la comedia urbana cuando rodó El año de las luces (1986), una divertida historia de iniciación de un adolescente durante la Guerra Civil.
Quizá por la necesidad de exorcizar el pasado, la guerra siguió siendo un tema recurrente en el cine de esos años. Los argumentos volvieron también la vista hacia la literatura, y Mario Camus, que ya había adaptado a Camilo José Cela en La colmena (1982), se basó en Miguel Delibes para rodar Los santos inocentes. Con quinientos diez millones recaudados en 1985, Los santos inocentes se convirtió en la película más taquillera de la historia del cine español hasta entonces. El premio a la mejor interpretación que obtuvieron sus protagonistas: Paco Rabal y Alfredo Landa, en el Festival de Cannes de 1984, certificó internacionalmente la evidente mejoría de nuestro cine.
El «decreto Miró» tuvo, a pesar de todo, sus sombras. Como todo sistema de subvención estuvo envuelto en sospechas de favoritismos. El hecho de que los productores no dependieran de la taquilla tuvo, según los críticos del sistema, consecuencias negativas. Muchas películas se hicieron de espaldas al público —había muchas que ni siquiera se llegaban a estrenar— y no se creó una industria sólida. Todos estos inconvenientes hicieron que la política cinematográfica, siempre polémica, sufriera diversas reformas. Por fin, en 1994, se decidió reservar las subvenciones anticipadas a los nuevos realizadores, lo que facilitó que entraran en escena directores como Alejandro Amenábar, que con títulos como Tesis (1996) o Abre los ojos (1997) conectaron con un público joven no muy interesado hasta entonces por el cine español.