¿Por qué el monstruo de Frankenstein tiene la cara cuadrada?
A principios de los años treinta, la Universal rodó una serie de películas de terror que, además de asustar al público de la época, sirvieron también para popularizar un grupo de personajes sobre los que el cine volvería una y otra vez a lo largo de los años.
Todo se debió a la buena acogida que obtuvo Drácula (1931), de Tod Browning. Buscando nuevos argumentos para reeditar el éxito, los productores de la Universal dieron con una novela decimonónica firmada por Mary Shelley que se titulaba Frankenstein. La historia cumplía todos los terroríficos requisitos posibles: un médico que daba vida a un ser confeccionado a base de retales de cadáveres. Pero ¿quién interpretaría al monstruo? La primera elección fue Bela Lugosi, el enigmático actor húngaro que acababa de encarnar a Drácula. Lugosi hizo ensayos y se caracterizó de monstruo, y cuando todos daban por hecho que el protagonista iba a ser él, sorprendió a todo el mundo rechazando el papel. ¿Por qué? Según decía, tanto maquillaje iba a hacerle irreconocible para sus admiradoras.
A las pruebas llegó entonces un actor inglés de buena familia y educación exquisita que, después de haber tomado prestado su apellido artístico de unos antepasados rusos, se hacía llamar Boris Karloff. En cuanto lo vio entrar, el director de la película, James Whale, suspiró de alivio: «La cara de Karloff me fascinó. Hice dibujos de ella y le fui añadiendo marcas y cicatrices allí donde suponía que se unirían las partes de su rostro. Su físico era más débil de lo que yo había imaginado, pero tenía una personalidad singular y una penetrante mirada. Yo pensé que eso era más importante que la forma, que, por otra parte, se podía alterar fácilmente.» Así, con el diseño de Whale sobre la base del rostro de Karloff, nació ese aspecto físico del monstruo de Frankenstein, que, con pocas variaciones, se ha mantenido a lo largo de la historia.
Las películas de terror de la Universal fascinaron a un público que, en los años de la depresión, necesitaba más fantasía que nunca. Hubo monstruos, vampiros, hombres invisibles y profesores chiflados; personajes retorcidos y malvados que curiosamente eran siempre extranjeros, nunca americanos. Se movían en una atmósfera de pesadilla hecha de nieblas y contraluces heredados del expresionismo alemán. El ciclo de terror de la Universal fue, sobre todo, un gran éxito popular, pero propició, al menos, dos grandes obras maestras. En El doctor Frankenstein (1931) y, sobre todo, en La novia de Frankenstein (1935), gracias a la mirada vulnerable y asustadiza que daba Karloff al monstruo, más que terror, James Whale supo transmitir ternura, romanticismo, soledad… Hubo después muchos más monstruos de Frankenstein y el personaje se trivializó hasta la caricatura. Hasta la pareja de cómicos Abbott y Costello le hacían blanco de sus bromas en una de sus películas. Por fin, en los años cincuenta, recobró la dignidad en pantalla gracias a la serie de películas que rodó la productora británica Hammer, en la que los actores más representativos fueron Peter Cushing y Christopher Lee.