¿Qué era el sistema de los estudios?
A principios de los años treinta, el todopoderoso magnate de la Metro, Louis B. Mayer, acudió a una fiesta en casa del actor Francis X. Bushman. El mayordomo, que era nuevo en la plaza, le preguntó a la entrada que a quién tenía que anunciar. Sin mediar palabra, Mayer volvió sobre sus pasos y se marchó. Después de aquel «desaire», Francis X. Bushman, una gran estrella de Hollywood desde que rodó el Ben-Hur de 1926, ya no volvió a protagonizar ninguna película importante.
Los treinta y los cuarenta fueron los años dorados del cine americano. Además de los géneros, los directores y los actores, si hubo algo que unificó el estilo de cine de esta época fue, sobre todo, el modelo de funcionamiento de la industria, lo que se conoció como «sistema de los estudios». Todos los eslabones de la cadena industrial y comercial del cine estaban en manos de un pequeño grupo de compañías que no solo se dedicaban a rodar películas. Los cinco grandes estudios —Paramount, Metro Goldwyn-Mayer, Twentieth Century Fox, Warner Bros. y RKO— poseían las mejores salas de todo el país y dirigían los circuitos de exhibición más relevantes del extranjero. Tan solo la Paramount reunía mil salas en propiedad. Las Cinco Grandes y las Tres Pequeñas (Universal, United Artists y Columbia) tenían, además, acuerdos para repartirse zonas de influencia y para prestarse películas o cines en función de las necesidades de cada momento. Rivales en teoría, socios en la práctica, entre las ocho se aseguraban el noventa por ciento de los ingresos de taquilla. A los pequeños productores les era casi imposible conseguir cines en los que estrenar sus productos y los exhibidores independientes apenas tenían películas interesantes que estrenar. En otras palabras, durante aquellas dos décadas, el cine americano fue, en la práctica, un monopolio.
Al frente de aquellas compañías figuraban magnates como Mayer, hombres de negocios megalómanos y despiadados que regían sus empresas como reyezuelos dictatoriales. Los estudios eran fábricas de hacer películas en cadena. Sus trabajadores —guionistas, directores, actores, etc.— estaban atados a la empresa por largos contratos y eran adjudicados a un proyecto u otro sin que tuvieran la oportunidad de elegir, tal y como solía recordar una de las grandes estrellas de la época, James Stewart: «Trabajabas seis días a la semana y no te sentabas a esperar a que te llegara algo que te gustara. Venían y te decían: “Aquí está el guión, ve a los vestuarios, empezaremos a rodar el lunes.” Y tú decías: “Vale.”» Si algún trabajador ponía pegas, corría el riesgo de ser suspendido de empleo y sueldo durante tres años, tiempo más que suficiente para que hasta la estrella más brillante se apagara en el olvido.
De puertas a dentro, por tanto, no era oro todo lo que relucía en Hollywood. Los treinta y cuarenta están salpicados de juicios en los que estrellas como Bette Davis u Olivia de Havilland trataban de lograr su libertad. Son también un pozo inagotable de leyendas y episodios en torno a los magnates. Harry Cohn hizo que decoraran su despacho de la Columbia exactamente igual al de su político más admirado: Benito Mussolini. Y no era de extrañar, porque en sus pequeños reinos aquellos hombres tenían un poder equiparable al de un duce. Ellos creaban y destruían estrellas y, según su lógica, estas les pertenecían. En 1956 la rubia Kim Novak mantuvo un romance con el cantante negro Sammy Davis Jr. Como un affaire interracial podía hacer peligrar el negocio, Louis B. Mayer recurrió a alguien de la mafia de Chicago que le debía un favor. Los mafiosos llevaron a Sammy al desierto y le «convencieron» de que se casara con una mujer de su raza. Pocos días más tarde, el cantante propuso matrimonio a una de las chicas de su espectáculo.