¿Cómo era el mundo según Fellini?
Si hay un director que pueda ostentar el título de gran director del cine italiano, con mayúscula, ese es Federico Fellini, un realizador que película a película se fue forjando un universo propio, exagerado, en el que mezclaba el cine con su personalidad.
En sus películas volcaba sus sueños, recuerdos y obsesiones, como el sexo o las críticas a la Iglesia y su oscurantismo. Renunciaba a menudo a la narración cinematográfica tradicional porque para él el cine tenía mucho más que ver con la pintura que con la literatura. Al lado de películas más argumentales como Amarcord (1973), en la que rememoraba su infancia, apostaba otras veces por un simbolismo más difícil de entender, como en Y la nave va… (1983).
En el universo «felliniano» lo exagerado y lo deforme ocupaban un lugar de honor. Muchos de sus personajes eran enanos o mujeres de pechos descomunales, como la estanquera de Amarcord. Tenía una inmensa colección con fotos de rostros peculiares y, cuando iba a empezar una película, las repasaba para encontrar a sus actores. Daba igual que no supieran recitar porque después doblaba la película. Y para que movieran los labios durante el rodaje les hacía contar números.
El rey Fellini necesitaba un país de cine en donde reinar, y lo halló en los estudios de Cinecittà. Allí su desbordante imaginación encontró todo lo necesario para trasladar sus ideas a la pantalla. Recreó los canales de Venecia para Casanova (1976); la Via Veneto romana en La dolce vita (1959), que, según decía, le gustaba más que la real; la Roma antigua en El satyricon (1970), o el famoso barco de Y la nave va… (1983).
No había ni en Fellini ni en sus películas una línea clara que separara la realidad de la ficción, y muchos de los episodios biográficos que el director solía relatar se ha sabido con el tiempo que eran fruto de su imaginación y su sentido del humor. Parece que fue, en efecto, periodista, cronista de ciclismo y guionista de radio antes que cineasta. Solía contar también que, al llegar a Roma, vivió de pensión en pensión y que se inició en el sexo con sus voraces patronas, siempre deseosas de probar bocados frescos, aunque en esto hay más dudas. Uno de sus biógrafos cuenta que llegó a la ciudad con su madre y vivió en casa de una tía.
Fellini alcanzó el éxito internacional con La dolce vita (1959), la despiadada crónica de la decadencia moral de la aristocracia y de la alta burguesía romana. Su prestigio internacional se reafirmó cuando estrenó Fellini, ocho y medio (1963). A través de Marcelo Mastroiani, que interpretaba a un director de cine, Fellini ofrecía al espectador una especie de confesión propia, una terapia personal, con imágenes que iban desde lo excesivo a lo barroco. Según recuerdan algunos de sus colaboradores, en el set de rodaje era muy tierno y muy tiránico al mismo tiempo. Seducía a los actores interpretando él mismo cada uno de los papeles en los ensayos. Y la mejor imagen de él como director quizá sea precisamente el final de Ocho y medio: Marcelo Mastroiani, con un megáfono en una mano y un látigo en la otra, ordenando el mundo de personajes, de recuerdos y de ensueños que había creado a su alrededor.
Cuando Fellini llamaba a Mastroiani este ni siquiera le preguntaba en qué consistía su papel. La actriz preferida del realizador fue su propia mujer, Giulietta Masina, a la que dirigió en cinco películas. Se conocieron en la radio y estuvieron casados durante cincuenta años. La relación entre los dos, fuera y dentro de los rodajes, no siempre fue fácil. Cuentan que, por ejemplo, fueron muy violentas sus desavenencias durante el rodaje de Las noches de Cabiria (1957). En otra ocasión, cuando Alma sin conciencia (1955) se presentó en el Festival de Venecia, corrió por todo el Lido el rumor de que Giulietta se había fugado con otro hombre. A pesar de todos esos vaivenes permanecieron siempre juntos. Después de que Federico Fellini muriera, el 31 de octubre de 1993, la vida de Giulietta se fue apagando lentamente. Falleció de cáncer cinco meses después.