¿Por qué Groucho Marx fumaba puros?
Más que un vicio en su caso fue un truco que le enseñó un viejo comediante: «Si te olvidas una línea, todo lo que tienes que hacer es ponerte el cigarro en la boca y fumar hasta que te acuerdes de lo que te has olvidado.» Y es que si algo conocían Groucho y sus hermanos eran los trucos del oficio. No en vano antes de actuar delante de una cámara por primera vez habían recorrido varias veces los Estados Unidos con su espectáculo de vodevil.
Los hermanos Marx eran hijos de un sastre que, según Groucho, «exploraba barrios donde no le conocieran», y de una oriunda alemana que albergaba la esperanza de un futuro artístico para sus hijos. Siendo apenas unos adolescentes debutaron en el teatro como «Los cuatro ruiseñores», un primaveral nombre artístico que se explicaba porque el grupo era, en realidad, un conjunto musical. O eso pretendía al menos. Un buen día llegaron a Nacogdoches, en el estado de Tejas. Allí, a mitad de actuación, el público, compuesto en su mayoría por rancheros, se puso de pie y abandonó el teatro. La huida no se debió, al parecer, al poco talento de los artistas, sino al escándalo que formó una mula que se había escapado en la calle. Ellos no aceptaron, sin embargo, las excusas y, cuando volvieron los espectadores, se dedicaron a insultarlos. Pero lo debieron de hacer con tanta gracia que no solo no fueron linchados, sino que el público se partió de risa. «Los cuatro ruiseñores» descubrieron así el potencial cómico y la capacidad para la improvisación que pronto les convertiría en estrellas.
En Los cuatro cocos (1929), su primera película, los hermanos Marx definieron ya perfectamente sus personajes. Harpo, el mudo, capaz de sacar el más inesperado artefacto de los bolsillos de su gabardina; Chico, que con su sombrerito, su piano y su aspecto de cantante italiano representaba el papel de tramposo y liante; Zeppo, que formó a veces parte de la banda como un cuarto mosquetero y hacía las veces de galán, y Groucho, un tipo al que la levita, el puro y el bigote otorgaban apariencia respetable, pero que era el más mordaz de todos y la auténtica alma del grupo. Un verborreico compulsivo que, a lo largo de su incesante hablar, era capaz de mezclar el disparate, la sátira y la más profunda reflexión.
En sus películas los Marx exprimían todas las posibilidades absurdas de una situación aparentemente normal. Podía ser Una noche en la ópera (1935), Una tarde en el circo (1943) o incluso en el Far West, como en Los hermanos Marx en el oeste (1940). Lo lograban, cualquiera que fuera el escenario, a base de una sucesión de diálogos a menudo imposibles de seguir. Anárquicos, surrealistas, subversivos… cualquier calificativo relacionado con lo políticamente incorrecto era aplicable a los Marx, tanto es así que una de las pintadas más famosas del Mayo del 68 fue: «Soy marxista, tendencia Groucho.»
Sus películas son toda una antología de frases célebres, como cuando en Sopa de ganso (1933) decía Groucho: «Partiendo de la nada he llegado a la más absoluta miseria.» Rodaron en total trece títulos. Decidieron retirarse del cine en la cumbre porque, según decía el bigotudo, «retirándonos nos adelantamos a lo que el público nos acabaría pidiendo dentro de poco. Nuestro material está pasado de moda y nosotros también.» El retiro fue quizá un acierto en ese sentido, pero Groucho se equivocó en el final de su apreciación. Su humor siempre fue actual y, ya en solitario, desarrolló, a partir de entonces, una fructífera carrera en la radio y en la televisión. Directores como Woody Allen no habrían sido lo que son sin la influencia de Groucho Marx.