¿Por qué los años veinte del cine francés fueron los años de los «ismos»?
Tras la Primera Guerra Mundial, Francia había perdido la supremacía del cine, que representaron los imperios de Pathé y Gaumont. Pero durante los años veinte surgieron una serie de corrientes cinematográficas que fueron revitalizando poco a poco el cine galo. En primer lugar, estaba el «naturalismo», que se ocupaba de temas de la vida real y que triunfó especialmente en la década siguiente gracias a cineastas como Julien Duvivier, Jean Renoir, el belga Jacques Feyder o René Clair, que en 1927 filmó el primer gran título de su importante carrera: Un sombrero de paja de Italia. El «impresionismo», por su parte, rechazaba la importancia del argumento en pro de la imagen. Su figura capital fue el director Abel Gance, de quien el escritor André Bretón decía que era «el único cineasta capaz de hacernos pasar al otro lado de la pantalla».
Gance fue tachado muchas veces de pedante y grandilocuente, cuando no de loco y visionario, pero nadie negaba que detrás de él había un gran genio innovador. Su talento precursor solo es comparable al de Griffith en su empeño por buscar nuevas posibilidades del arte cinematográfico.
Desde sus primeras películas: Mater dolorosa (1917) o Yo acuso (1919), Gance ya apuntaba los rasgos que le iban a caracterizar: el cine espectáculo y la experimentación visual para crear metáforas. En La rueda (1923) jugaba con el montaje rítmico de las imágenes, consiguiendo auténticos ballets de máquinas en funcionamiento. Su película más ambiciosa fue Napoleón (1927), una superproducción de cuatro horas sobre la vida del emperador francés. En ella el director dio rienda suelta a todos sus experimentos visuales, asesorado en muchos de ellos por el español Segundo de Chomón. Inventó complejos mecanismos para rodar planos subjetivos con los que quería implicar a fondo al espectador: sobreimpresiones múltiples, cámaras atadas a la grupa de un caballo o introducidas dentro de un proyectil lanzado al aire; planos con movimiento pendular, y, sobre todo, un revolucionario sistema que él llamó polivisión. El director descubrió que si montaba otras imágenes a izquierda y derecha de la central conseguía cuadros de gran fuerza plástica. El sistema necesitaba de tres cámaras que rodaban simultáneamente y otros tantos proyectores para proyectarlas en una triple pantalla, pero el efecto final conseguía envolver completamente al espectador en la acción. De esta forma el director se adelantaba en un cuarto de siglo al cinerama, comercializado en los años cincuenta.
Técnicamente Abel Gance siempre fue muy por delante de su tiempo. Su película El fin del mundo (1929) fue el primer film hablado francés. Otros inventos suyos fueron el prachiscope, el pictographe o el pictoscope, que permitía la nitidez simultánea en el primer plano y en las figuras en segundo término. La obra de Gance se extendió a lo largo de seis décadas. Sin embargo, no siempre su mérito fue reconocido como se debiera. En 1980 la proyección en Los Ángeles de una copia restaurada de Napoleón, musicada por Carmine Coppola, reunió a diez mil personas que al final le dedicaron una ovación entusiasmada de más de quince minutos de duración. Cuando se lo contaron al viejo Gance, este solo comentó: «Demasiado tarde.» Al año siguiente moría a los noventa y dos años de edad.
En la misma época de Gance y en la Francia de los «ismos» hubo otro movimiento cinematográfico que sacudió París.