¿Cómo se convirtió Wilder en director?
Billy Wilder había nacido en Austria. En el Berlín de los años veinte fue periodista, profesor de baile, agente de prensa… hasta que consiguió cierta estabilidad profesional escribiendo guiones. Era judío y, si no hubiera abandonado Alemania cuando Hitler llegó al poder, tal vez habría muerto en Auschwitz, como muchos de sus familiares, entre otros, su madre. Emigró primero a París y después a Hollywood. Allí se ganó en poco tiempo un gran prestigio como guionista. Pero a él no le bastaba. Cansado de que otros destrozaran lo que él escribía, pidió la oportunidad de dirigir. La víspera de su primer día de rodaje visitó a su maestro: «Mañana hago las primeras tomas de mi primera película y me cago en los pantalones», confesó a Lubitsch. Y este le contestó: «Yo hago mi película número setenta y me cago en los pantalones todos los días.»
Tratando de imitar a su maestro, Billy Wilder hizo un maestro de sí mismo. Cuando en 1994 Fernando Trueba recogió el Oscar a la mejor película de habla no inglesa por Belle epoque (1993) dijo desde el escenario: «Me gustaría creer en Dios para agradecerle, pero solo creo en Billy Wilder, así que gracias, señor Wilder.» El reconocimiento de Trueba mereció una gran ovación porque, para muchos aficionados y profesionales del cine, Wilder ya no solo era un maestro. En el olimpo cinematográfico había alcanzado la categoría de dios.
En 1981 realizó su última película, Aquí un amigo. Marginado por el miedo que su edad inspiraba en las compañías de seguros, este nonagenario siempre lúcido vivió desde entonces en un retiro forzoso. Entre sus proyectos frustrados estaba La lista de Schindler, que, finalmente, llevó a la pantalla Steven Spielberg. Entre sus arrepentimientos: no haber rodado un western. ¿Por qué? Según decía, le daban miedo los caballos.