¿Quiénes fueron los grandes renovadores de la comedia en los años setenta?
Mel Brooks, actor, director, guionista y productor, ha desarrollado una larga carrera humorística en el cine centrada en las parodias de los géneros cinematográficos con películas como Sillas de montar calientes (1974), El jovencito Frankenstein (1974) o Máxima ansiedad (1977). En general su cine ha cosechado más palos que felicitaciones por parte de la crítica, aunque entre el público siempre ha gozado de bastante éxito.
Desde Inglaterra el grupo Monty Phyton trasladó al cine el humor anárquico, irreverente y lleno de gags antológicos que ya practicaban en su show televisivo en la BBC y que se tradujo en brillantes películas como Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores (1974) o La vida de Brian (1979). Tras la separación del grupo cada uno de sus miembros inició carrera en solitario, como actores o directores, destacando sobre todos Terry Gilliam, que se ha convertido en uno de los mejores realizadores del cine fantástico de las últimas décadas, gracias a filmes como Brazil (1984), El rey pescador (1991) o Doce monos (1995). Pero el título de gran renovador de la comedia en este tiempo le corresponde por derecho a un neoyorquino bajito y feúcho que responde al nombre de Woody Allen.
A los diecisiete años Woody Allen empezó a vender sus chistes. Trabajaba para artistas y personajes famosos que luego, ante la prensa, hacían pasar como ocurrencias propias las gracias de Allen. Después consiguió cierta fama como guionista de televisión hasta que le animaron para que se convirtiera en cómico de club. Presentarse ante el público le daba pánico y había noches en las que literalmente tenían que empujarle al escenario. Pero a finales de los sesenta ya estaba curtido como guionista y tenía tablas suficientes como actor, así que se atrevió a dar el salto al cine.
Participó en las películas ¿Qué tal, Pussycat? (1965) y Casino Royale (1966), pero la primera película, realmente suya, fue Toma el dinero y corre (1969), disparatada biografía de un delincuente de poca monta, que acabó interpretando y dirigiendo él mismo. Antes de estrenarla los productores hicieron un pase previo en un cuartel ante un público compuesto por soldados y sorprendentemente no contabilizaron ni una sola risa. Ante tal fracaso decidieron estrenar la película en una única sala de Nueva York, un pequeño cine de arte y ensayo. Sin embargo, las críticas fueron buenas; el boca a boca empezó a correr y pronto las colas interminables ante el cine se convirtieron en una noticia local. La película fue entonces lanzada en muchas ciudades y se convirtió en un éxito.
Con Toma el dinero y corre Allen sentó las bases del estilo de comedias hilarantes, pero carentes aún de ritmo y fuerza narrativa, que iban a marcar el principio de su carrera: Bananas (1971), Todo lo que usted quería saber sobre el sexo… (1972), El dormilón (1973) y La última noche de Boris Grushencko (1975), películas que él mismo escribió, dirigió y protagonizó, además de Sueños de un seductor (1970), en la que delegó la dirección en Herbert Ross. El único empeño de Allen era que resultaran graciosas. De hecho son una sucesión de chistes rápidos y contundentes, en los que Woody desplegaba una apabullante inventiva verbal heredada de Groucho Marx (el propio Groucho le reconoció públicamente como su único posible sucesor). Sí están en ellas, en cambio, muchos de los temas clásicos de su cine, como los complejos sexuales, la neurosis religiosa o la angustia vital. Y poco a poco, en ellas también, Allen fue perfilando el personaje que hoy conocemos todos: el del judío neurótico, urbanita, con dificultades para establecer relaciones con las mujeres, inseguro y vulnerable.
En 1977 le llegó su madurez definitiva con Annie Hall, la historia de un cuarentón que reconsideraba su vida a partir de sus relaciones con las mujeres. A partir de ella el cine de Allen se volvió más humano, más profundo, dejándose influir por directores europeos como Bergman o Fellini, que planeaban sobre su humor cien por cien americano. Y, sobre todo, se volvió más personal, hasta el punto de que era imposible saber dónde terminaba el propio Woody y dónde comenzaban los personajes de sus películas. Annie Hall ganó tres Oscar, que el director ignoró no acudiendo a la ceremonia y eligiendo pasar la velada tocando el clarinete. Ahí comenzó el «culto a Allen», que se confirmaría en 1979 con el romántico homenaje a Nueva York que filmó en Manhattan.