Apología de Sherlock Holmes
Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una de las buenas costumbres que nos quedan. La muerte y la siesta son otras. También es nuestra suerte convalecer en un jardín o mirar la luna.
Jorge Luis Borges.
Que nuestro cerebro esté hecho para sobrevivir y no para buscar la verdad no significa que no podamos buscar la verdad, o ciertas pequeñas verdades, al menos de vez en cuando. Es posible que Peirce tenga razón y que la abducción, la tendencia a establecer relaciones de causa-efecto y a hacer conjeturas, e incluso la intuición, la respuesta rápida ante cualquier situación, sean un instinto humano. Pero el semiólogo asesor y el detective semiótico también nos han mostrado que el funcionamiento de esos mecanismos se puede mejorar mediante la atención y el entrenamiento, que la intuición puede retinarse y pulirse y que existen maneras de corregir nuestro pensamiento Watson, como son la aplicación de los diversos métodos científicos y lógicos, así como una observación educada por la experiencia y el aprendizaje. Por fortuna, y aunque parezca una paradoja, algunas personas, como Sherlock Holmes o Charles Sanders Peirce, son dominados por una fuerte pulsión (¿instintiva, intuitiva, aprendida?) que les lleva a activar el pensamiento Holmes y a poner en cuestión el pensamiento Watson.
Aunque no logremos pensar como Peirce o Holmes, todos nosotros hemos llegado a advertir en algún momento que es un error conformarse con las primeras respuestas y que en el mundo hay muchos signos ocultos que una mente entrenada puede llegar a descifrar, al menos en parte. Pero no todos tenemos el impulso que lleva a seguir un camino que puede parecer tortuoso al convencional y complaciente pensamiento Watson. Es posible que este impulso a pensar más allá de lo obvio, o más allá de lo intuitivo, surja debido a una influencia más o menos accidental, como puede ser la visión de una película, o el contacto con personas capaces de estimular el pensamiento de los demás, como me sucedió a mí, gracias a la afición que mis padres me transmitieron hacia la lectura y la cultura, pero también debido a la influencia de mi padrino, José Luis Velasco, un hombre que me enseñó a poner en duda la intuición inmediata y a ir más allá de lo evidente, a plantearme los dilemas de Aquiles y la tortuga, a disfrutar con las paradojas y a buscar soluciones a situaciones «imposibles»; o gracias a otro amigo de mis padres, Joaquín Montarroso, que me contagió su amor por la lógica y por Lewis Carroll y que me demostró que hay más imaginación en las matemáticas que en la poesía o en la ficción. También me influyó leer las aventuras de niños traviesos e ingeniosos, como los Tom Sawyer y Huckelberry Finn de Mark Twain, la Alicia de Lewis Carroll o el Guillermo de Richmal Crompton. Pero tengo la bien fundada sospecha de que mi «pensamiento Holmes» fue activado en gran parte por el propio Sherlock Holmes, como les sucedió a María Konnikova, Daniel Smith, W. S. Baring-Gould, Leslie Klinger y a tantos otros holmesianos. Porque la lectura de las historias de Holmes tiene la virtud de convertir a sus lectores no en pasivos degustadores de placeres fáciles pero pasajeros, sino en escrutadores activos e incluso en investigadores proactivos. Gracias a Holmes me fue fácil continuar con otros autores inquietantemente inquisitivos, como Raymond Smullyan, Martin Gardner, Douglas Hofstadter o Paul Watzlawick, por no mencionar a Demócrito, Russell, Montaigne y tantos otros filósofos, a Shakespeare y tantos otros literatos o a Einstein, Feynman y tantos otros científicos.
Las anteriores son algunas de las razones por las que este libro incluye aquí y allá recuerdos personales relacionados con Sherlock Holmes y su manera de pensar. Otra razón es que siempre me ha gustado la definición del ensayo tal como fue establecida por Montaigne y seguida por filósofos y científicos como Selden, Descartes, Darwin, Russell o Stephen Jay Gould: un género en el que lo personal siempre está presente de algún modo en el discurso. Con más razón si se trata del detective creado por Arthur Conan Doyle, que logra que todos los holmesianos recordemos cómo nos ha influido y llenemos nuestros libros de recuerdos personales. El último que contaré es el que quizá se halla en el origen de este libro.
En 1987 dediqué uno de mis cuadernos de notas al estudio de Sherlock Holmes y lo rotulé en el lomo como «El método holmesiano». En ese cuaderno recopilé citas de sus aventuras y escribí pequeños ensayos, bajo epígrafes que en algunos casos coinciden con los de este libro: «Consejos generales», «Amplitud de miras», «Recolección de datos», «Lo que se debe evitar», «Formación de hipótesis», «Disfraces, máscaras y fingimientos», «Holmes como psicólogo social» o «Sherlock Holmes y el análisis retrospectivo». También anoté los resultados de mis investigaciones holmesianas en la vida cotidiana, pues, tras leer los relatos del detective, empecé a fijarme en cualquier minucia o detalle, buscando las diferencias en lo aparentemente semejante y las semejanzas en lo diferente. Llegué a ser capaz de distinguir entre más de una decena de marcas de aceite untando un pedazo de pan, entre diversas mezclas de café a través del olor y a identificar una gran cantidad de perfumes y colonias de hombre y de mujer; a buscar el camino más corto para llegar a cualquier lugar, lo que me hizo perderme más de una vez por caminos insólitos; a situarme en el lugar exacto del andén del metro para coincidir con la puerta cuando el vehículo se detuviera; a saber si en el baño de un desconocido la ventana o la lámpara estaba a la derecha o a la izquierda (fijándome en la calidad del afeitado de cada lado de la cara) y a descubrir pequeños secretos en los gestos y en la manera de vestir de mis compañeros del colegio.
Como decía el doctor Bell que hacían los lectores más inquietos de las aventuras de Sherlock Holmes, descubrí la importancia de los pequeños detalles y empecé a detectar signos en cada cosa, como un semiólogo compulsivo que pretende descifrar el mundo. Tal vez se pueda considerar que casi todo aquello en lo que me entrené y que escribí acerca de los métodos de Sherlock Holmes era conocimiento inútil, como lo era para Holmes y Watson saber cuántos escalones hay en un piso de solteros de Baker Street, pero nunca se sabe, pues, al menos, me ha servido para escribir este libro.
Espero, además, que No tan elemental haya permitido a los lectores conocer un poco mejor las habilidades secretas de Sherlock Holmes, y a entender las razones de su duradera influencia en todo tipo de ciencias y disciplinas. Los lectores que tienen la estupenda manía de activar a todas horas el pensamiento Holmes quizá hayan disfrutado y aprendido algo nuevo, pero mi mayor satisfacción sería que quienes tienen la costumbre de moverse por el mundo de Watson decidan dar cada vez más paseos por los territorios de Holmes y descubrir el mundo que se oculta tras lo evidente, más allá de la intuición desentrenada, de los prejuicios y de las grandes certezas obtenidas sin reflexión. Si no ha sucedido así, estoy seguro de que ese deseo surgirá si leen (o releen) las aventuras de Sherlock Holmes.
El juego continúa en www.danieltubau.com/notanelemental.