El maestro de la mentira
Tú grita en un tono de miedo y horror, como cuando, en el descuido de la noche, estalla un incendio en ciudad populosa.
Yago en Otelo.
Umberto Eco ofrece una curiosa definición de su campo de trabajo: «La definición de “teoría de la mentira” podría representar un programa satisfactorio para una semiótica general[176]». La explicación de por qué la semiótica es la ciencia de la mentira es bastante sencilla. La semiótica se ocupa de los signos. Los signos son aquellas cosas que pueden estar en el lugar de otras, como el humo por el fuego o un charco por la lluvia. Ahora bien, esa otra cosa, nos dice Eco, no tiene por qué existir ni subsistir en el momento en que es representada por el signo que vemos. La consecuencia es que «la semiótica es la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir». Los signos, en definitiva, pueden usarse para decir la verdad, cuando representan aquello que parecen representar, o para mentir, cuando no lo hacen.
En efecto, que el humo sea un signo del fuego no quiere decir que allí esté el fuego, porque puede tratarse de un humo que no ha sido originado por un fuego, sino por uno de esos aparatos que se usan en los espectáculos para crear humo con algo que se llama «hielo seco». También puede ser un cohete de humo, como el que Watson lanza en la casa de Irene Adler para que Holmes, que está allí disfrazado, pueda descubrir donde esconde ella una fotografía comprometedora: «Cuando una mujer cree que se incendia su casa, su instinto le hace correr inmediatamente hacia lo que tiene en más estima. Se trata de un impulso completamente insuperable, y más de una vez le he sacado partido[177]». Este viejo truco tal vez lo tomó Conan Doyle de la historia de la bella Friné que cuenta Pausanias. Friné era la mujer más bella de Grecia y la modelo favorita del escultor Praxíteles, quien le dijo que podía elegir cualquiera de sus estatuas, pero no quiso revelarle cuáles eran las mejores. Días después ella, que debía de ser una consumada actriz como Holmes, le dijo al escultor que su taller había sufrido un incendio. Praxíteles preguntó ansioso si se habían quemado su Sátiro y su Eros. Al observar la preocupación de Praxíteles por esas dos estatuas, Friné dijo: «Me quedaré con el Eros[178]». También Yago emplea en Otelo el truco de fingir una alarma de incendio y robo para entablar una conversación con el senador Brabancio.
En ciertas ocasiones, Holmes les dice a sus clientes que no se va a ocupar de sus casos a no ser que dejen de mentirle, es decir, a no ser que dejen de fabricar signos equívocos, a los que, como nos ha enseñado Eco, no podemos llamar con propiedad falsos signos, puesto que una mentira también es signo de algo. Los signos equívocos son aquellos que parecen señalar hacia algo con lo que en realidad no existe ninguna correspondencia. Pero aunque Sherlock Holmes es un semiólogo y un lector que busca e interpreta signos, también es un fabricante de signos, casi siempre equívocos. En sus investigaciones emplea el engaño y la mentira, como hemos podido comprobar al examinar sus dotes como actor. Es un maestro de la mentira comparable al Yago de Otelo, que consigue convertir un simple pañuelo en un falso signo de la infidelidad y la traición. Afortunadamente, los propósitos de Holmes son más honestos que los de Yago y cuando se decide a mentir, disfrazarse o engañar es para descubrir un crimen o salvar la vida de sus clientes: «No me importa confesar que siempre he tenido la impresión de que habría podido ser un delincuente muy eficaz». Tan solo en alguna ocasión, sus engaños enfurecen a Watson, pues le parece que bordean, si no el delito, sí la inmoralidad:
—Le interesará saber que estoy comprometido.
—¡Querido amigo! Le feli…
—Con la criada de Milverton.
—¡Cielo santo, Holmes!
—Necesitaba información, Watson.
—Pero ¿no habrá ido demasiado lejos?
—Era preciso hacerlo. Soy un fontanero llamado Escott, con un negocio que prospera. He salido con ella todas las tardes y he hablado con ella. ¡Santo cielo, qué conversaciones[179]!
Ante las protestas de Watson, Holmes le dice que hay que «jugar las cartas lo mejor que se pueda» y añade que no debe preocuparse por la criada: «Me alegra decirle que tengo un odiado rival que se apresurará a quitarme la novia en cuanto yo le vuelva la espalda[180]».
Hay que hacer notar, por otra parte, que el propio Arthur Conan Doyle era un maestro de la mentira, puesto que como señala Jesús Urceloy, casi todos los cuentos de Sherlock Holmes comienzan con pistas falsas que desconciertan o desvían de su objetivo a los policías, a Watson y a los lectores, pero no a Holmes, como acabamos descubriendo a medida que avanza el relato:
Me pregunto, Watson, qué demonios se proponía este hombre al contamos semejante sarta de mentiras. Estuve a punto de preguntárselo directamente a él, porque hay ocasiones en que la mejor táctica es un violento ataque frontal, pero me pareció mejor dejarle creer que nos había engañado[181].
Los autores de novela policiaca tienen que construir un misterio dentro del misterio, al decidir de qué manera conviene ordenar y presentar la información al lector para que intuya algo de lo que va a suceder, pero no todo, para hacer realidad la regla de la narrativa que ya formuló Aristóteles y que siguen dramaturgos, escritores, guionistas e incluso ensayistas: «El desenlace ha de ser al mismo tiempo sorprendente e inevitable[182]». No solo el desenlace, sino toda la narración debe conjugar de manera casi paradójica esas dos reglas: la coherencia lógica y la emoción de una revelación.