Un criptógrafo aficionado

El más profundo y habilidoso criptógrafo que haya vivido jamás ha sido sin duda alguna Edgar Allan Poe.

Reverendo Cudworth.

Antes de que se despertara mi interés hacia Sherlock Holmes, me fascinaban los cuentos macabros de Edgar Allan Poe, con sus personajes enterrados en vida («La caída de la casa Usher», «El entierro prematuro», «El corazón delator») y sus pálidas y siniestras mujeres («Berenice», «Ligeia», «Morella»), Cuando tenía dieciocho años, empecé a publicar malas imitaciones de esos cuentos en una colección de nombre rimbombante, la Biblioteca Universal de Misterio y Terror, que de universal tenía un cuento clásico en cada volumen, a veces del propio Poe, mientras que el resto eran de autores españoles. También me gustaban otro tipo de cuentos de Poe, aquellos en los que el verdadero argumento era la inteligencia de sus protagonistas, capaces de solucionar cualquier misterio o asesinato, como los tres cuentos del detective Auguste Dupin («El misterio de Marie Rogét», «La carta robada» y «Los crímenes de la Rué Morgue»), en los que Conan Doyle se inspiró para crear a Sherlock Holmes, o «El escarabajo de oro», protagonizado por otro detective aficionado llamado Legrand.

El narrador de «El escarabajo de oro», que desempeña un papel de cronista asombrado similar al de Watson en las aventuras de Sherlock Holmes, cuenta cómo Legrand encuentra un pergamino que, al ser acercado al fuego, revela un mensaje secreto[90]:

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Para el narrador, estos signos resultan absolutamente ininteligibles: «Por mi parte, me quedo tan a oscuras como antes[91]». Parece tratarse de un código secreto, pero ¿cómo descifrarlo? Legrand explica que es seguro que el pergamino perteneció al capitán Kidd, un célebre pirata, y que es improbable que Kidd fuera un criptólogo experto, por lo que no cabe duda de que se trata tan solo de un código de sustitución, en el que las letras usuales son reemplazadas por diversos signos. Este tipo de sistema ya se empleaba en Esparta y Roma para enviar mensajes, aunque a veces se hacía de manera muy sofisticada, escribiendo el mensaje en una tira estrecha de piel o pergamino enrollada en un bastón o vara (scytala), de tal manera que pudiera escribirse el mensaje en vertical y luego desenrollar la tira. El mensajero partía con la tira y se la entregaba al destinatario, quien poseía una vara idéntica a la original, en la que volvía a enrollar la tira y, de este modo, podía leer el mensaje. El sistema es ingenioso, pero no tanto como para superar a criptógrafos expertos, como el propio Poe, quien en uno de sus artículos explica que el truco consiste en preparar un cono muy largo, de unos dos metros, y con una base equivalente a la longitud de la tira de pergamino. Se enrolla el pergamino en la base y después se va dejando que se deslice a lo largo del cono: «En este proceso, es seguro que algunas de las palabras, sílabas o letras que se intenta conectar, se unirán en la punta del cono, en la parte en la que su diámetro iguale el de la scytala sobre la cual fue escrito el código». Es decir, el cono desde la base al ápice reproduce todos los grosores posibles de una vara, con lo que basta con observar en qué parte puede leerse algo con sentido y hacer entonces una vara con ese grosor.

Tras explicar que Kidd sin duda usó un método de sustitución, Legrand recuerda algunas de las reglas básicas de la criptografía: en primer lugar hay que descubrir cuál es el idioma al que se refieren los signos, puesto que si conocemos el idioma de origen podremos saber qué letras debemos buscar en los extraños caracteres. Por decirlo con más exactitud, es previsible que las letras más empleadas en un idioma aparezcan también con más frecuencia en un mensaje cifrado, aunque sea disfrazadas bajo un extraño signo. La suerte, dice Legrand, es que existe un método para deducir qué letras aparecen con más frecuencia en inglés…

Fue en ese preciso pasaje del relato, cuando, durante la adolescencia, interrumpí la lectura y me propuse descifrar el mensaje del capitán Kidd. No lo hice solo, sino que conté con la colaboración de mi compañero de colegio Paco Collantes de Terán. Los dos juntos nos dedicamos a resolver el misterio, como improvisados criptógrafos, tras hacer la promesa solemne de no continuar con la lectura hasta haberlo logrado. Por desgracia, Cortázar había conservado en la traducción el código en inglés, lo que añadía una dificultad más a nuestro trabajo, puesto que Paco y yo apenas teníamos leves nociones de esa lengua. En cualquier caso, analizando un texto en inglés de unos mil caracteres, pudimos hacer una estadística de las letras que aparecían con más frecuencia. Después buscamos los caracteres que más veces aparecían en el mensaje del capitán Kidd y pusimos en correspondencia las letras del inglés con los símbolos del código. No sé si logramos descifrar todo el mensaje, aunque me gusta pensar que sí, pero al menos pasamos un buen rato como detectives y criptógrafos aficionados[92].

Este recuerdo personal confirma lo que dice Cortázar en las notas a su excelente traducción de «El escarabajo de oro»: el cuento mantiene en suspenso la imaginación de todo adolescente imaginativo. Y no cabe duda de que uno de esos lectores fascinados fue Arthur Conan Doyle, quien con el tiempo no solo crearía a un detective con rasgos casi calcados de Legrand y Dupin, los dos investigadores de Poe, sino que también haría su propia aportación a la criptografía en varias de las aventuras de Sherlock Holmes.

No tan elemental
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