Orgullo y prejuicios

Tengo a gala no ir con prejuicios nunca y seguir con docilidad el camino que me marcan los hechos[335].

Sherlock Holmes en «Los hacendados de Reigate».

Aunque ya hemos visto que para encontrar algo hay que saber en cierto modo qué es lo que se está buscando, también hay que tener cuidado con encontrar solamente aquello que se busca, como les sucede a los detectives de Scotland Yard, Gregson, Lestrade, Athelney Jones o MacDonald. Un aspecto fundamental en el proceso creativo, resolutivo o especulativo de Sherlock Holmes consiste en mantener los prejuicios a raya. Holmes intenta de manera consciente que sus sentimientos subjetivos, sus prejuicios y sus preferencias no influyan en la manera en la que observa una situación, ni enturbien la formulación de hipótesis y el progreso de la investigación: «Empecemos por el principio: llegué a la casa, como usted sabe, a pie, y con el cerebro libre de toda clase de impresiones[336]».

Holmes se muestra siempre muy crítico con la excesiva teorización en ausencia de datos, porque esa teorización suele construirse sobre los prejuicios y la intuición acrítica, a la que ni siquiera él es inmune. Así, en la aventura «La banda de lunares», reconoce que la existencia de gitanos en las cercanías y la mención de una banda le hizo construir toda una teoría, y concluye que «siempre es peligroso sacar deducciones a partir de datos insuficientes». Antes siquiera de entrar en cualquier proceso creativo o de plantearse un problema, es necesario poner bajo control los prejuicios y eliminar los límites, los tabúes y los bloqueos que nos impiden pensar más allá de lo convencional o que nos llevan a recorrer los mismos caminos trillados y ver solo aquello que deseamos ver. Se cuenta que el juez Itakura Shigemune, que vivió a inicios del siglo XVII, decidió interponer una cortina entre él y los acusados, o al menos sentarse de espaldas, para no ser condicionado por las apariencias personales. Además, mientras escuchaba a los fiscales y a los defensores, batía té en un gran cuenco. De este modo, si observaba que el té estaba quedando mal batido se daba cuenta de que no estaba escuchando con la imparcialidad y tranquilidad debida y que, en consecuencia, ese día no estaba capacitado para emitir una sentencia justa. Holmes era muy consciente de ese peligro, como cuando Watson le pregunta por los posibles sospechosos de un caso:

—¿Sospecha de alguien?

—Sospecho de mí.

—¿Qué?

—De llegar a conclusiones demasiado rápidas[337].

No resulta fácil, ni mucho menos, actuar como Holmes o como aquel sabio juez japonés, porque no se trata tan solo de que nuestras ideas condicionen nuestras opiniones; lo peor es que también modifican nuestra manera de observar y de pensar, en el sentido más literal: modifican nuestra manera de activar nuestro cerebro y nos hacen poner en marcha a Holmes o conformarnos con Watson.

En un experimento reciente se comprobó que los votantes del candidato demócrata John Kerry y los del republicano George W. Bush empezaban a pensar de manera diferente en cuanto veían una foto de su candidato o del opuesto. La visión del candidato que no les gustaba activaba áreas del cerebro relacionadas con la reflexión, de tal modo que enseguida encontraban mil y un argumentos en contra de ese político; sin embargo, la visión de su propio candidato activaba áreas relacionadas con la emoción, que les hacían inmunes a cualquier crítica dirigida a su preferido, por muy razonable que fuera. En ciertas ocasiones lo que sucede es lo contrario, aunque con los mismos efectos de paralización del pensamiento racional y razonable: la visión del candidato opuesto acaba por provocar en nosotros una sensación desagradable, que a veces llega a convertirse en asco. Simón Blackburn ha analizado en Rulingpassions cómo el asco puede llegar a convertirse en una categoría moral e ideológica mucho más efectiva que la exposición a ideas o razonamientos que no compartimos: cuando nuestro cerebro no nos da razones suficientes para oponernos a una idea o un argumento, nuestra emoción nos ofrece la sensación de asco para sacarnos del aprieto. El propio Holmes llega a ser víctima de esa sensación de asco al menos en una de sus aventuras, «Charles Augustus Milverton», cuando se enfrenta a un chantajista por el que siente un asco incontenible que le hace olvidar su consejo de mantener a raya las emociones subjetivas:

¿No siente usted una especie de escalofrío o estremecimiento cuando mira las serpientes en el parque zoológico y ve esos bichos deslizantes, sinuosos, venenosos, con su mirada asesina y sus rostros malignos y achatados? A lo largo de mi carrera he tenido que vérmelas con cincuenta asesinos, pero ni el peor de todos ellos me ha inspirado la repulsión que siento por este individuo.

Esa sensación de asco facilita la deshumanización del enemigo, como bien saben los ejércitos y los fanáticos violentos, y hace posible que Holmes se inhiba y permita (o al menos no impida) que Milverton sea asesinado.

El control de los prejuicios es uno de los aspectos en el que nuestras pasiones deberían someterse a nuestras razones, para evitar caer en el dogmatismo, el fanatismo o la simple incomprensión de una situación, impidiendo que veamos signos importantes, gorilas que corren por la escena, o que formulemos las hipótesis adecuadas. La dificultad, sin embargo, consiste en que para observar la realidad sin prejuicios hay que activar dos mecanismos mentales muy diferentes, casi contradictorios. En primer lugar, se tiene que ser consciente de esos prejuicios y no negarlos; en segundo lugar, debemos deshacernos de nuestro propio punto de vista para librarnos de esos prejuicios y condicionamientos que nos afectan como miembros de un grupo social o de una profesión (policía, detective de Scotland Yard o detective asesor), o como habitantes de una ciudad, votantes de un partido político, miembros de una familia, o incluso en tanto que personas entrenadas para enfrentarse a un misterio, capaces de usar métodos más o menos científicos, más o menos racionales. Francis Bacon llamaba a todos esos prejuicios «ídolos de la tribu, de la caverna, del foro y del teatro» y los consideraba un gran obstáculo en el avance del conocimiento científico, pues influían negativamente tanto en la formulación de hipótesis como en la observación, algo que ya sabemos que Holmes tiene muy en cuenta cuando presume de no dejarse llevar por los prejuicios o cuando subraya que «es de la máxima importancia no permitir que las cualidades personales influyan en nuestra capacidad de juicio». Kahneman, como otros psicólogos que estudian la toma de decisiones, actualiza los ídolos de los que hablaba Bacon y se refiere a los prejuicios cognitivos, las interpretaciones condicionadas o los sesgos que influyen y distorsionan nuestra percepción y nuestra manera de razonar. Algunos de estos sesgos, prejuicios o ídolos son fáciles de detectar, pero otros pasan casi inadvertidos, excepto para quienes han aprendido a observarse a sí mismos y son capaces de ponerse a prueba de alguna manera, como aquel juez japonés que batía té, o como nuestro querido Sherlock Holmes.

No tan elemental
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