Ser como Sherlock Holmes

No hay que ser como los griegos, hay que ser griegos.

Johann Wolfgang Goethe.

Se han publicado muchos libros, artículos y tesis doctorales que analizan la manera de pensar de Sherlock Holmes: Los secretos del éxito de Sherlock Holmes, de David Acord; Cómo pensar como Sherlock, de Daniel Smith, o Cómo pensar como Sherlock Holmes de Mari a Konnikova. Muchos de ellos ofrecen consejos útiles e interesantes, pero hay que tener cuidado con reducir la cuestión a la fórmula «pensar como Sherlock Holmes», porque eso puede hacer que nos conformemos con una manera de pensar ligada a un contexto y una época muy diferentes de los nuestros, con lo que corremos el peligro de convertirnos en meros imitadores, algo que Holmes nunca fue. Conviene recordar el célebre consejo de Goethe que se cita al comienzo de este apartado, cuando, al contemplar la imitación servil que se hacía en su época de todo lo griego, dijo que no había que ser como los griegos, sino que había que ser griegos. Es decir, hay que situarse ante nuestra realidad del mismo modo que los griegos se situaban ante la suya; no podemos aplicar sin más las recetas de los griegos o las de Sherlock Holmes, porque nosotros tenemos que enfrentarnos a nuevos problemas, lo que exige, casi siempre, nuevas soluciones. En ciertas situaciones tendremos que corregir al propio Holmes, porque creer que pensar como él consiste en aplicar una receta llamada «pensamiento Holmes» es una conclusión típica del perezoso «pensamiento Watson», no muy diferente de usar una fórmula mágica o una palabra-éxito. Como ya advirtió McLuhan, un arquetipo a menudo no esconde otra cosa que un cliché[346], así que conviene evitar que le suceda eso a Sherlock Holmes. Sería una temeridad y probablemente un disparate intentar convertirnos en «máquinas pensantes» carentes de sentimientos y de amigos.

Holmes también corregía a los expertos de su época, como los detectives de Scotland Yard, pero no lo hacía dejándose llevar por la intuición (como recomiendan algunos manuales holmesianos), sino leyendo todo lo publicado acerca del mundo criminal, enterándose de los últimos avances en técnica forense o investigando por su propia cuenta durante horas y horas en el laboratorio de la universidad o en sus habitaciones de Baker Street, donde había dedicado un pequeño rincón a los experimentos químicos. Galileo, Kepler, Descartes, Francis Bacon y la ciencia moderna corrigieron de manera parecida a Aristóteles: volvieron a mirar el mundo con atención, lo midieron, lo pesaron, lo pusieron a prueba, pero mantuvieron la misma pasión aristotélica por entender todo cuanto existe.

Sin duda el lector conoce aquella fábula india de los seis ciegos que palpaban una entidad desconocida que recibía el nombre de «elefante». Cuando les pidieron que lo definieran, uno de ellos dijo que se trataba de algo muy duro, frío y agudo como una lanza, otro creía estar tocando las columnas de un templo, otro un gran abanico, otro una serpiente poderosa, otro una gran pared y otro una cuerda. Por supuesto, los ciegos no sabían exactamente qué era aquello que tocaban, así que su mente les iba dando ideas puramente intuitivas que les permitían relacionar algo conocido con aquel enigma. Cada uno de los ciegos estaba condicionado por sus ideas previas acerca de la realidad al intentar identificar algo desconocido, así que una semejanza parcial les llevaba a arriesgar una conjetura intuitiva acerca de la totalidad. Ya sabemos que la intuición nos da respuestas correctas en un alto porcentaje de situaciones, quizá en el 90% de las ocasiones, pero el problema es que los ciegos se encontraban ante algo inesperado: el elefante pertenecía al 10% restante, del mismo modo que le sucede al doctor House con sus extravagantes enfermedades o a Holmes con sus casos detectivescos. Al doctor House le llegan esos enfermos tan raros porque trabaja en el Departamento de Enfermedades Raras; al detective Holmes, sus no menos extraños casos porque él es «la última instancia» a la que se recurre cuando se han agotado las vías más convencionales (Scotland Yard, por ejemplo) y porque él mismo renuncia a los problemas triviales, aquellos que son de fácil resolución para una intuición medianamente entrenada, y se concentra en los que se salen de lo normal. A Sherlock Holmes solo le llegan elefantes, así que debe ir más allá de los detectives que solo ven columnas, muros o serpientes; él debe pensar en algo tan improbable como un elefante. Repitámoslo de nuevo: «Una vez descartado lo imposible, lo único que queda, por improbable que sea, debe ser la solución».

La de Holmes es no solo una reacción ante un problema concreto, sino una actitud constante ante la vida. Es un semiólogo a horario completo, un lector compulsivo, un cazador y un jugador que la mayor parte de su tiempo tiene activado el pensar despacioso, reflexivo, el sistema 1, el pensamiento Holmes, aunque a nosotros nos parezca que piensa a mil por hora. Durante la mayor parte del tiempo, todos actuamos como Watson, pensamos sin pensar, usamos el sistema 1 de Kahneman, el pensamiento intuitivo, impulsivo, irreflexivo, porque si tuviéramos que detenernos en cada cosa que hacemos, no haríamos casi nada. Si antes de caminar tuviéramos que reflexionar en todas las operaciones que debemos llevar a cabo para dar un simple paso, como el manejo del equilibrio y de los pesos (lo que afecta al oído interno), la percepción del espacio, de la luz y de la sombra, de la naturaleza del terreno, nos caeríamos al suelo antes de poder avanzar un solo paso. Julio Cortázar mostró algo de esa dificultad:

Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie[347]

Imaginemos que Holmes y Watson tuvieran que pensar de manera consciente en cada uno de los diecisiete escalones de Baker Street cada vez que suben a su apartamento compartido. Lo más probable es que nunca llegaran a su piso, privándonos para siempre del placer de leer sus aventuras.

No darse cuenta de que en muchos momentos debemos ceder a Watson el control de nuestras acciones e incluso de nuestros pensamientos sería un error watsoniano, pues en muchas ocasiones es preferible una respuesta rápida e inmediata a una larga reflexión que nos haría perder una oportunidad que quizá no vuelva a repetirse. Charles Sanders Peirce pensaba que la afición a establecer relaciones de causa-efecto, a hacer conjeturas y abducciones, era tan innata para el ser humano como para las abejas es el proteger y alimentar a su reina: «Es evidente que si el hombre no poseyera una luz interior tendente a conjeturar muy a menudo acertadamente (por lo que no puede pensarse en el azar), hace tiempo que la raza humana habría sido extinguida de la faz de la tierra por su incapacidad en la lucha por la existencia…». Podemos comprender la importancia que el hecho de establecer relaciones de causa y efecto ha tenido y tiene para la supervivencia si imaginamos a una madre Cromagnon que camina por la selva con su hijo; de pronto ve en el suelo unas huellas, las observa atentamente y establece en su cerebro la siguiente conexión inductiva: «Estas huellas se parecen mucho a las que vi poco antes de que una fiera horrible se precipitara sobre nosotros y se comiera a mi otro hijo». En consecuencia, establece una conexión causal, una hipótesis, una abducción o una conjetura: «Si aquí están las huellas, el animal estará cerca»; y eso le hace concebir un plan de acción: «Debemos alejarnos en la otra dirección o subirnos a un árbol cuanto antes».

Se puede comparar, de una manera metafórica y sin ninguna pretensión científica, lo que representa el instinto en la vida de la especie y lo que significa la intuición en la vida del individuo: ambos mecanismos nos dan respuestas inmediatas y casi siempre útiles. Mientras que los instintos a menudo nos ofrecen respuestas beneficiosas ante ciertas situaciones, como el impulso a succionar el pecho materno, la intuición nos ofrece respuestas basadas en nuestras experiencias previas o nuestro aprendizaje cultural, como cambiar de acera cuando vemos a un desconocido que despierta nuestras sospechas. Casi siempre la respuesta inmediata del instinto o de la intuición nos resulta útil, pero ambos mecanismos tienen más que ver con la supervivencia que con la búsqueda de la verdad. Eso hace que nuestras respuestas rápidas a menudo se basen en el miedo, el prejuicio, o la ignorancia, lo que no es grave, porque no es un error responder de manera instintiva o intuitiva ante una situación determinada, pero sí lo es el construir nuestro pensamiento solo en función de esas respuestas inmediatas. La cuestión importante no consiste en usar o no la intuición o el instinto, sino en ser consciente de cómo funcionan e intentar mejorarlos y refinados. Primo Levi, que sobrevivió al campo de exterminio de Auschwitz y lo contó en libros como Si esto es un hombre, respondió en una ocasión a un periodista que le preguntaba por su reacción instintiva ante ciertas noticias: «Yo no tengo nunca reacciones instintivas, y si las tengo, las reprimo[348]».

No tan elemental
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