El fin del secreto

Hoy en día, en la opinión popular del mundo Victoriano, el hombre científico se identifica, antes que con cualquier otro, con Sherlock Holmes, el primero que puso en práctica el método de la detección del crimen científico y el inventor de la celebrada «Ciencia de la deducción y el análisis».

Thomas A. Sebeok y Jean Umiker-Sebeok,

Sherlock Holmes y Charles Peirce,

el método de la investigación.

La ciencia moderna nació cuando la pasión por la observación de la naturaleza hizo que muchas personas se convirtieran casi en fanáticas de la investigación. Aunque en los primeros tiempos de la Royal Society todavía persistían algunas prácticas secretistas, las cosas estaban empezando a cambiar, pues uno de los rasgos característicos de la ciencia moderna es el fin del secreto. Los científicos de la Royal Society, como Robert Hooke, eran muy conscientes de que su manera de mostrar los prodigios de la naturaleza les restaba algo del encanto de los magos renacentistas y de los alquimistas medievales: «Un secreto, sea cual sea, tiende a despertar admiración[44]». Eso es algo que sabe también Holmes: «Me temo que me delato cuando explico las cosas. Los resultados sin mención de las causas impresionan mucho más[45]». Pero, a pesar de la tentación constante de despertar el asombro manteniendo en secreto los métodos y las técnicas empleadas, los primeros científicos seguían las recomendaciones de su principal inspirador, Francis Bacon: «Lo que distingue a la ciencia verdadera es que sus explicaciones extraen de las cosas todo el misterio. La impostura disfraza las cosas para que parezcan más maravillosas de lo que serían sin el disfraz[46]». O como dice el gran sabio de la Casa de la Sabiduría en Nueva Atlantida:

Nosotros, que poseemos tantas cosas naturales que inducen a admiración, podríamos engañar a los sentidos si mantuviéramos ocultas estas cosas, y arreglárnoslas para hacerlas aparecer como milagrosas. Pero odiamos tanto las imposturas y mentiras que hemos prohibido severamente a nuestros ciudadanos, bajo pena de ignominia y multa, que muestren cualquier obra natural adornada o exagerada, debiendo mostrarla en su pureza original, desprovista de toda afectación[47].

Aunque a primera vista puede parecer que Holmes se diferencia de los científicos en este aspecto, ya que posee un método propio, diferente del de los policías, criminólogos y químicos de la época, Holmes no mantiene en secreto sus métodos, sino que los hace públicos siempre que tiene ocasión, contándoselos tanto a Watson como a los policías con los que se encuentra: «Tengo por costumbre no ocultar mis métodos ni a mi amigo Watson ni a nadie que muestre un interés inteligente en ellos[48]». Es cierto que a veces se lamenta de que su «magia» se hace vulgar al revelar los mecanismos que se ocultan tras ella, pero nunca deja de contar el procedimiento que le ha llevado a resolver un caso o deducir algo relacionado con sus clientes o con el propio Watson: «Empiezo a pensar, Watson, que cometo un error al dar explicaciones. Omne ignotum pro magnifico[49] [Todo lo desconocido parece magnífico], como usted sabe, y mi pobre reputación, en lo poco que vale, se vendrá abajo si sigo siendo tan ingenuo[50]». A pesar de sus lamentos, a Holmes le basta con el placer de la investigación pura: «El hombre que ama el arte por el arte suele encontrar los placeres más intensos en sus manifestaciones más humildes y menos importantes[51]». En muchas de sus aventuras, Holmes deja que los policías y detectives se atribuyan los méritos que con toda justicia deberían corresponderle a él: «Aquel carácter sombrío y cínico aborreció siempre todo lo que sonase a aplausos del público, y nada le divertía más que, después de haber resuelto con éxito un caso, atribuir el mérito a algún funcionario y escuchar con sonrisa burlona el coro de felicitaciones mal dirigidas».

Es cierto que en ocasiones el detective se muestra celoso del mérito atribuido a sus rivales, pero se trata de disputas por la preeminencia, semejantes a las de Newton con Leibniz por el cálculo infinitesimal o a las que mantuvieron Hooke y Newton durante toda su vida. Newton esperó hasta la muerte de Hooke para publicar su teoría de la luz, para no recibir las críticas de su rival, o quizá, según se sospecha, para que Hooke nunca llegara a conocer revelaciones tan extraordinarias. Holmes muestra su orgullo de científico cuando dice a Watson, en una ocasión en que su ayudante parece reprocharle en silencio su egolatría: «No, no es cuestión de vanidad o egoísmo. Si reclamo plena justicia para mi arte es porque se trata de algo impersonal…, algo que está más allá de mí mismo». Por otra parte, existe una evidente semejanza entre la sobriedad que los miembros de la Royal Society se imponían al comunicar sus descubrimientos (para distinguirse de los magos y charlatanes) y los reproches que hace Holmes a Watson por dar a sus procedimientos científicos un aura de novela romántica: «Quizá se haya equivocado al intentar añadir color y vida a sus descripciones, en lugar de limitarse a exponer los sesudos razonamientos de causa a efecto, que son en realidad lo único verdaderamente digno de mención del asunto[52]». La crítica de Holmes recuerda poderosamente el elogio que el historiador Sprat hizo de la Royal Society, que había «conseguido separar el conocimiento acerca de la Naturaleza de los colores de la Retórica, de las invenciones de la Imaginación y del delicioso engaño de las Fábulas», abandonando «esa viciosa abundancia de frases, esa artimaña de las metáforas, esa volubilidad de la lengua, que hace tanto ruido en el mundo[53]».

La diferencia entre los primeros científicos y Holmes es que, aunque ambos persiguen de manera casi obsesiva el conocimiento y se sienten seducidos por cualquier enigma o misterio a resolver, para los científicos el objetivo consiste en desentrañar los secretos de la naturaleza, mientras que Holmes quiere sacar a la luz los secretos de los criminales. Por ello, Holmes agradece la existencia de delincuentes como Moriarty, que le procuran nuevos desafíos a los que entregarse con una pasión incontrolable, mientras que los científicos le agradecen a la naturaleza su gusto por lo oculto y misterioso. Cuando la investigación llega a su fin y el mundo regresa a su rutina, al científico o al detective ya solo le quedan placeres compensatorios, como dice, quizá con cierta amargura, o al menos melancolía, Holmes cuando, tras resolver un caso, acepta que los demás se lleven todos los méritos: «El reparto me parece tremendamente injusto —protesta Watson—, usted ha hecho todo el trabajo en este asunto. Yo he conseguido una esposa, Jones se lleva el mérito… ¿Quiere decirme qué le queda a usted?». Holmes responde: «A mí me queda todavía el frasco de cocaína».

Más allá de las similitudes en la pasión por la investigación, la capacidad de transformarse en una fiera inquisitiva o sufrir estados de narcolepsia, lo que hace a Sherlock Holmes no el primer detective, ni el primer detective asesor, ni siquiera el primer detective de ficción, pero sí el primer gran detective científico, es su capacidad para encontrar pistas que le llevan a la solución de los enigmas. Del mismo modo que los científicos aprendieron a mirar con atención plena la naturaleza, para encontrar las pistas que les conducirían a la solución de misterios como la naturaleza de la luz o el movimiento de los planetas, descubriendo las claves que hasta entonces habían permanecido ocultas, Sherlock Holmes era capaz de ver algo donde otros no veían nada. ¿Cómo lo lograba?

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