A la identidad por las orejas

Se trata tan solo de un detalle trivial, pero no hay nada tan importante como los detalles triviales.

Sherlock Holmes en

«El hombre del labio retorcido».

Aunque su padre era el célebre antropólogo y doctor Louis Adolphe Bertillon y su hermano un reconocido experto en estadística, a Alphonse Bertillon le llevó mucho tiempo y esfuerzo encontrar un buen trabajo. Tras ocupar diversos empleos sin importancia, consiguió un puesto de oficinista en la Prefectura de Policía de París, donde se pasaba los días copiando fichas de criminales. Fue durante esas largas jornadas cuando se planteó un problema que traía de cabeza a la policía. La ley establecía que los criminales que cometían su primer delito fueran castigados con penas leves, para así favorecer su reinserción social, mientras que los reincidentes eran condenados a penas muy severas e incluso enviados a la Isla del Diablo, un lugar del que nadie podía escapar (uno de los pocos que lo logró fue el protagonista de la novela Papillon, de Henri Charriére). El problema era que no resultaba fácil saber si un detenido era novato o reincidente, porque, como es obvio, los delincuentes solían mentir acerca de su identidad, y, además, porque no había medidas de identificación que resultaran fiables. En tiempos más crueles, la costumbre había sido tatuar a los criminales, o señalarlos de por vida con algún tipo de marca que no pudiera desaparecer, como aquella flor de lis grabada a fuego en el hombro que revela la identidad de Milady en Los tres mosqueteros. Incluso se llegaba a cortar las orejas, un dedo o a practicar algún tipo de herida que fuera fácil de reconocer e imposible de disimular. Descartados esos métodos, que ahora se consideraban propios de una era de salvajes, ¿cómo identificar a los criminales sin margen de error? El jefe de policía de París ofreció un premio a cualquier oficial que inventase un método fiable para reconocer a un reincidente.

Bertillon recordó algo que había dicho uno de los amigos de su padre, el pionero de la estadística Adolphe Quetelet, quien afirmó que cada cuerpo humano era único y que la probabilidad de que dos personas elegidas al azar compartieran una medida corporal cualquiera era de una entre cuatro. Estableció entonces una simple regla matemática: si la probabilidad de que dos individuos compartieran una medida era de una entre cuatro, la de que compartieran dos medidas se reducía a 1 entre 16, es decir: 4 × 4, y la de que compartieran tres medidas pasaba a ser de 1 entre 64 posibilidades. Llevando el cálculo hasta las 14 medidas, la probabilidad se hacía tan ínfima que era casi imposible equivocarse, pues la posibilidad de que dos personas compartiesen catorce rasgos era de 1 entre 268 millones. En consecuencia, Bertillon eligió 14 rasgos medibles en un cuerpo humano y propuso que se hiciera a cada detenido una ficha en la que se anotasen sus medidas. Era la llamada «ficha antropométrica». Una vez provisto de su método, vino lo más difícil para el joven investigador, pues los informes que redactó estaban escritos de manera tan confusa que resultaban casi incomprensibles, por lo que apenas recibieron atención de sus superiores. Tampoco mejoraba el asunto cuando Bertillon exponía sus ideas de viva voz, ya que se expresaba de una manera tan barroca y alambicada que los oyentes acababan durmiéndose. El prefecto de policía Louis Andrieux llegó a calificar la obsesión de su subordinado por aquel extraño método como un caso de «alienación mental[60]».

El método antropométrico de Bertillon habría caído en el olvido, si no hubiese sido porque se produjo un relevo en la jefatura de la policía y el nuevo prefecto, Camescasse, decidió dar una oportunidad a Bertillon, concediéndole dos ayudantes y tres meses de plazo para que demostrara que su invento servía para algo. El gran momento llegó cuando en 1883 Bertillon pudo aplicar sus mediciones a un individuo llamado Dupont, que había sido detenido y sobre el que recaían ciertas sospechas, aunque él aseguraba que nunca había tenido relación con la policía. Gracias a mediciones anteriores, Bertillon pudo concluir que el tal Dupont era un preso fugado de apellido Martin. El éxito en esta primera identificación hizo que el método se aplicara de manera sistemática a todos los detenidos, creándose miles de fichas antropométricas, que permitieron identificar a más de trescientos reincidentes en el primer año. Bertillon fue nombrado jefe de un nuevo departamento policial, el Servicio de Identificación Judicial, y la antropometría empezó a ser conocida popularmente como bertillonage, con éxitos como los ya mencionados de Rollin y Ravachol.

Aquella clasificación de los reincidentes, a los que el propio Bertillon calificaba como «los salvajes de nuestra civilización», formaba parte de lo que Pierre Piazza y otros autores han llamado la fabricación moderna de la identidad, que llevó a una identificación y clasificación cada vez más estricta de los ciudadanos, ya fuera mediante fotografías, cédulas de identidad o medidas que lograsen distinguir a uno de otro. El método enseguida fue exportado a Estados Unidos y también se adoptó en Rusia, la India y muchos otros países. En 1897 se convirtió en el método estándar de identificación del FBI. Tras convertir los datos en números de código, podían enviarse por telégrafo, de tal manera que se hizo posible detener a delincuentes antes de que llegasen al nuevo país por tierra o por mar. Para disminuir la posibilidad de errores, cada medida debía ser tomada tres veces y apuntarse el promedio resultante. La ficha antropométrica se completaba con todo tipo de información específica, como la presencia de tatuajes, lunares o cicatrices o cualquier rasgo significativo. A ello se añadía la necesidad de fotografiar al detenido tanto de frente como de perfil y bajo una luz idéntica fuesen cuales fuesen las circunstancias o el lugar en el que se efectuase la detención. De hecho, se suele considerar a Bertillon el creador de esa práctica, que hace que cualquier persona fotografiada en una comisaría parezca inevitablemente un delincuente. Todas estas medidas, tanto la ficha antropométrica como las fotografías y los datos específicos, daban como resultado lo que Bertillon llamaba un «retrato hablado». Sin embargo, para facilitar la engorrosa toma de medidas, se decidió que no se tomaran catorce, sino tan solo once. Aquello disminuía la certeza de la prueba, aunque la probabilidad de encontrar a dos personas que compartieran esas once medidas seguía siendo ínfima, de una entre más de cuatro millones. Esta decisión quizá fue la causa de la fatalidad que cayó sobre Bertillon tiempo después.

En cuanto a las once medidas definitivas del bertillonage, eran las siguientes:

La longitud total de los brazos extendidos;

la altura, tanto de pie como sentado;

la longitud y la anchura de la cabeza;

la amplitud de las mejillas;

el tamaño de la oreja derecha;

el pie izquierdo;

el meñique izquierdo;

el dedo corazón izquierdo;

cada brazo, desde el codo hasta la yema del dedo corazón extendido.

En cualquier caso, Bertillon daba una importancia especial a la oreja, en concreto a la oreja derecha: «No existen dos orejas idénticas y… si la oreja se corresponde, es prueba necesaria y suficiente de que la identidad también se corresponde, excepto en el caso de mellizos».

Nueve de las medidas de Bertillon, que muestran lo laborioso del proceso.

Toda la operación de tomar las medidas pretendía ser un avance civilizatorio, abandonando sistemas como la tortura, el abuso o el maltrato y convirtiendo todo en un proceso «científico» y desapasionado. En palabras de Yves Guyot: «En lugar de tener una policía nerviosa, brutal, teatral, dramática, amante del escándalo, se trata de tener una policía tranquila, que hace su trabajo en silencio, que funciona a través de operaciones suaves, sin ruido, pero con la precisión de una máquina bien concebida, bien montada y compuesta de materiales de primera calidad[61]». Se trataba, en definitiva, de obtener «marcas indelebles de los detenidos sin necesidad de usar la tortura». Como dijo la periodista Ida Tarbell, tras visitar a Bertillon: «El prisionero que pasa a través de las manos de Bertillon… queda marcado para siempre». De nada servirán tampoco sus intentos para distorsionar las medidas: «Puede esconder sus tatuajes, comprimir su pecho, revolver su pelo, arrancarse los dientes, rasgar su cuerpo, disimular su altura, pero no le servirá de nada. Las medidas tomadas no pueden fallar. No puede pasar por los archivos de Bertillon sin ser reconocido». Esté donde esté, añade la periodista, en cualquier lugar del mundo donde haya una imprenta o un medio de transmisión, cualquier hombre podrá convertirse en detective y establecer su identidad oculta. El delincuente marcado por Bertillon, concluye, «nunca jamás estará a salvo».

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