Un detective baconiano

Trabajé basándome en principios baconianos y, sin teoría alguna, recopilé datos al por mayor.

Charles Darwin.

Aunque nunca fue un científico, se suele considerar a Francis Bacon el padre de la ciencia moderna. Nombrado canciller de Inglaterra por Jacobo I en 1618, además de diversos textos filosóficos, escribió la utopía Nueva Atlántida, en la que unos navegantes llegan a una isla desconocida en el océano Pacífico. La de Bacon fue la más célebre de las utopías posteriores a la Edad Media, un género muy de moda en una época en la que comenzó a imaginarse un futuro en el que todo podría ser transformado por la actividad humana. Entre muchas otras, se pueden mencionar la Ciudad del Sol de Campanella, la Utopía de Tomás Moro, la Telema que Rabelais propuso en Gargantúa, la Ciudad Feliz de Francesco Patrizi da Cherso (1516), la Cristianópolis de Johann Valentín Andreae, la Oceana de John Harrington (1656) o los textos rosacruces, también atribuidos a Andreae[33].

En Nueva Atlántida, Bacon imagina una civilización que se remonta a miles de años atrás y en la que la felicidad de los ciudadanos se cimenta en la atención que sus sabios prestan a la ciencia. Para lograrlo, trabajan en una organización llamada Casa de Salomón, cuya misión es el estudio de la naturaleza, con el objetivo de descubrir sus secretos más ocultos y, de este modo, contribuir al bienestar de la humanidad. Para dejar claro que el estudio de la naturaleza no es una ofensa a Dios ni cosa de brujos o herejes, Bacon hace que uno de los personajes alabe de la siguiente manera a Dios: «Según hemos aprendido en nuestros libros, realizas milagros con vistas a un fin excelente y divino, pues las leyes de la naturaleza son tus propias leyes, y tú no las varías a no ser por un gran motivo[34]». Es decir, las leyes de la naturaleza han sido establecidas por la divinidad, y no cambian excepto por un motivo superior (eso son los milagros), por lo que estudiar esas leyes no es otra cosa que maravillarse ante la creación y creatividad divina. Salvado este último escollo, Bacon puede exponer, a través de uno de los sabios de la Casa de Salomón, su proyecto de una sociedad basada en la ciencia: «El fin de nuestra fundación es el conocimiento de las causas y movimientos secretos de las cosas, así como la ampliación de los límites del imperio humano para hacer posibles todas las cosas[35]».

En 1660, con la aprobación del rey Carlos II, se inauguró de manera oficial la Royal Society, que pretendía instaurar en Inglaterra una organización semejante a la Casa de Salomón. A ella pertenecían esos científicos, entre metódicos y extravagantes, como Robert Hooke, Robert Boyle o Isaac Newton, a quienes ya hemos conocido[36].

En la actualidad tiende a subestimarse la importancia de Bacon y se señalan los rasgos de su pensamiento que todavía estaban anclados en la Edad Media, o se dice que su método científico consistía en la mera acumulación de datos, lo que no tiene nada que ver, agregan, con el verdadero proceder de los científicos. El retrato que se obtiene de Bacon acaba por ser el de un mago disfrazado, un utopista fantasioso o un empirista ingenuo, además de un cortesano servil y adulador, traicionero e hipócrita[37]. A pesar de la negativa imagen actual, durante siglos Bacon fue considerado el hombre que había logrado hacer descender la ciencia desde los cielos de la especulación y la teoría hasta el terreno sólido de la observación y la experimentación. A algunos, como Immanuel Kant, los despertó de su «sueño dogmático», según declara él mismo en la dedicatoria de la Crítica de la razón pura. Basta con leer las asombrosas descripciones de los inventos realizados en la Casa de Salomón para entender ese poderoso influjo: el submarino, el avión, la radio, la descomposición de los rayos luminosos y algo muy parecido al láser, entre muchas otras invenciones que tuvieron que esperar varios siglos para convertirse en realidad, o que todavía están esperando a ser descubiertas. Por otra parte, los ensayos que Bacon escribió para promover un estudio de la naturaleza metódico, sensato y exento de prejuicios, todavía hoy en día son una estimulante lectura. En cualquier caso, si retrocedemos a la Gran Bretaña de la época de Sherlock Holmes, encontramos respeto y admiración entusiasta hacia él, hacia la Royal Society y hacia la búsqueda racional de conocimiento. Arthur Conan Doyle estaba tan fascinado por la ciencia que no solo creó a Sherlock Holmes, sino también a otro científico inolvidable, el profesor Challenger, quien, en El mundo perdido, descubre una tierra en la que todavía viven dinosaurios (como es obvio, esta novela es la inspiración de Jurassic Park, de Michael Crichton). En el mundo anglosajón, la moda dominante entre las élites, pero también entre el ciudadano común, era la admiración hacia los logros de la ciencia, que no solo había descubierto energías que superaban las más locas ensoñaciones de los filósofos herméticos, como la electricidad o el electromagnetismo, sino que había desentrañado parte de los secretos que la naturaleza había mantenido ocultos durante siglos, creando nuevos compuestos que los alquimistas tampoco habían llegado a imaginar. Si la ciencia no logró hacer realidad el viejo sueño alquimista de crear oro, quizá fue porque, como sabemos desde hace no demasiado tiempo, todo el oro de nuestro planeta llegó desde el espacio exterior[38]. Pero sí se crearon nuevos metales, como el aluminio (a partir de la bauxita), que hasta finales del siglo XIX fue tan valioso como el oro, como prueba que en la Exposición Universal de 1855 se expusieran varias barras de aluminio junto a las joyas de la corona de Francia. La admiración por la ciencia era extrema en Gran Bretaña, que siguiendo los consejos de Bacon, es decir, gracias a la información y la investigación, se había convertido en el máximo poder universal:

En la época victoriana, los estudiantes que antes habrían sido simplemente caballeros (gentlemen) y naturalistas clericales, ahora eran «científicos» profesionales. Entre la mayoría de la población la creencia en las leyes naturales y en el progreso continuo empezó a aumentar y se produjo una frecuente interacción entre ciencia, gobierno e industria. La educación científica se expandió y formalizó[39].

Eso sí, tal vez como reacción al cientifismo dominante, también acabó por producirse un revival espiritual y espiritista, recuperando la religión (en muy diversas formas y variedades) una importancia en la sociedad británica que no había tenido en los últimos siglos, y que tampoco persistiría en el siglo XX[40]. Arthur Conan Doyle no se diferenciaba de sus contemporáneos en la admiración hacia la ciencia y Francis Bacon y no cabe ninguna duda de que sus libros, como el Novum Organum o El avance del saber, figuraban entre sus predilectos; probablemente también lo eran de Sherlock Holmes, que a veces parece estar citando casi literalmente preceptos y aforismos de Bacon Una muestra de esa obsesión científica es que, para Conan Doyle, la defensa del mundo de los espíritus (afición en la que también se parecía a sus contemporáneos) era una investigación de carácter científico: «Aquellos que habían estudiado los fenómenos espiritas[41] y tratado de esclarecer las leyes que los rigen, habían seguido, en mi opinión, el verdadero camino de la ciencia y el progreso[42]». Como buen científico que investiga el más allá, Conan Doyle hacía experimentos, aunque al principio sin el «instrumental» adecuado: «Esta opinión fue reforzada por mis propios experimentos, aunque debo recordar que entonces trabajaba sin médium, algo muy similar a un astrónomo que no usara telescopio[43]». Conviene aclarar, sin embargo, que Sherlock Holmes nunca compartió la afición de su creador hacia el mundo paranormal, como tendremos ocasión de comprobar.

No tan elemental
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