Un taxista llamado Sherlock Holmes

Holmes conocía a la perfección todas las callejuelas de Londres, y en esta ocasión me llevó con paso rápido y seguro a través de una red de cocheras y establos cuya existencia yo ni siquiera había sospechado.

Watson en «El problema final».

No resulta nada sencillo conocer la gran ciudad de Londres y es fácil perderse y dar vueltas y más vueltas cuando se conduce por esas calles estrechas en las que el sentido o incluso el nombre pueden cambiar de la manera más inesperada o que acaban por conducirnos al mismo lugar del que queríamos salir… o a ningún lugar. Los taxistas de Londres tienen que someterse al equivalente a una carrera de cuatro años para obtener su licencia; tienen que trasladar a su cabeza todo el mapa de calles de Londres en seis millas alrededor de la estación de Charing Cross (sin ayuda de guías o de los modernos GPS), y aprender de memoria entre 300 y 400 rutas que les permiten conectar cualquier punto con otro de los 25 000 «arterias, venas y capilares» de la gran ciudad[141]. Además, deben conocer otros 20 000 puntos de interés, desde museos, teatros o clubs a comisarías de policía. Esta inmensa base de datos que deben almacenar en su cerebro es conocida desde hace tiempo como «el Conocimiento» (the Knowledge).

El Conocimiento fue instaurado en tiempos de las primeras aventuras de Holmes, atendiendo a las quejas de los visitantes de la Gran Exposición de 1851, que protestaban porque los conductores de coches de caballos no conocían las rutas y les hacían dar vueltas inútiles, lo que suponía un incremento en el gasto y una pérdida de tiempo. Al parecer, la idea fue del príncipe Alberto, el marido de la reina Victoria. A partir de los exámenes, instaurados de manera oficial en 1865, los pasajeros tenían la seguridad de que al tomar un coche se llegaría al destino por el mejor camino, siempre que el cochero fuera honesto, por supuesto.

La investigadora Eleanor Maguire dedicó once años a descubrir si la vastísima suma de conocimiento que poseen los taxistas influye de alguna manera en su cerebro. Los resultados fueron asombrosos: no solo influía de manera subjetiva u opinable, sino perfectamente medible: poseían un hipocampo más desarrollado que el de la mayoría de las personas. El hipocampo es una parte del cerebro que está relacionada con la memoria y las capacidades espaciales y una de las dos zonas en las que se ha comprobado que se crean nuevas neuronas.

Maguire verificó la fiabilidad de sus primeros resultados con un estudio centrado en 79 candidatos a taxista, ya que podía suceder que las personas que tenían el hipocampo más desarrollado se convirtieran en taxistas, y no que se les desarrollara el hipocampo debido a su profesión. Midió el hipocampo de los voluntarios antes y después de superar la prueba y, además, examinó a otras 31 personas que no tenían ningún interés en ser taxistas. Los resultados indicaron que quienes superaron el examen y adquirieron «el Conocimiento» habían desarrollado claramente su hipocampo. Además eran mejores en tareas de memorización que los taxistas fracasados y el grupo de personas neutras. Maguire también comprobó que en los taxistas retirados el hipocampo recuperaba su tamaño normal.

Lo extraño del asunto es que otras personas que acumulan una gran cantidad de conocimiento no llegan a presentar ese desarrollo del hipocampo: ni los médicos tras largos años de experiencias, ni siquiera los conductores de autobús de Londres o los expertos en memorización.

En varias de sus aventuras, Holmes parece estarse preparando para el examen a conductor de coche por su conocimiento de cualquier pequeño rincón de la ciudad:

Veamos —dijo Holmes, parándose en la esquina y mirando la Mera de edificios—. Me gustaría recordar el orden de las casas. Una de mis aficiones es conocer Londres al detalle. Aquí está Mortimer’s, la tienda de tabacos, la tiendecita de periódicos, la sucursal de Coburg del City and Suburban Bank, el restaurante vegetariano y las cocheras McFarlane[142].

¿Era taxista, o mejor dicho, cochero, Sherlock Holmes? Así lo sostienen algunos holmesianos como Anne Jordán en «¿Fue Holmes cochero?», o Svend Ranild, quien asegura en «Las cartas de Thomas Hogram» que un cochero que escribió varias cartas a la revista Punch era en realidad Sherlock Holmes. Pero aquí entramos en el terreno de las conjeturas que parten de la hipótesis de que Holmes realmente existió, una inquietante hipótesis que no trataré en este libro.

Volviendo a la historia tal como la conocemos, antes de descubrir algunas nuevas habilidades de Sherlock Holmes, vale la pena recordar una anécdota protagonizada por el propio Arthur Conan Doyle, que le demostró el poder de observación de los taxistas y cocheros.

Durante una visita en París, el autor de Sherlock Holmes tomó un taxi y el conductor le preguntó: «¿Dónde le llevo, señor Doyle?». El escritor preguntó a aquel hombre si es que se conocían o si le había visto en alguna foto, a lo que el taxista replicó que aquella era la primera vez que lo veía, pero que esa mañana había leído en el periódico que Conan Doyle había pasado unos días en Marsella, y añadió: «Esta es la parada de taxis a la que acuden los pasajeros procedentes de Marsella y el color de su rostro me indica que está usted de vacaciones, la mancha de tinta en su pulgar derecho me dice que es un escritor y su ropa es muy inglesa y nada francesa». Doyle exclamó: «¡Usted posee unos poderes deductivos superiores a los del propio Sherlock Holmes!» y el taxista concluyó con una sonrisa: «Hay un último detalle, su nombre está escrito en todas sus maletas[143]».

No tan elemental
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