Las virtudes del olvido
Pues bien: ahora que ya lo sé, haré todo lo posible por olvidarlo.
Sherlock Holmes
en Estudio en escarlata.
Existen diversas razones que podrían explicar por qué nos sobreviene la solución de un problema cuando renunciamos a resolverlo, pero una de las más plausibles es que en esos momentos no estamos sometidos a la presión de encontrar una solución, por lo que, al retirar esa presión de nuestro cerebro, o al menos de nuestra memoria a corto plazo o de nuestra memoria de trabajo, las ideas, que estaban ya procesándose, se presentan claramente a nuestro yo consciente. Le pasó a Arquímedes en la bañera cuando, tras intentar resolver el problema de saber si la corona del rey era de oro puro, decidió olvidarse y tomar un baño; le pasa a Woody Allen en la ducha, según él mismo confiesa, y le pasa a Sherlock Holmes cuando decide distraerse rasgando las cuerdas del violín, dando un paseo o acudiendo a un concierto: «Ya tendremos horrores de sobra antes de que termine la noche; ahora, por amor de Dios, fumemos una pipa en paz, y dediquemos el cerebro a ocupaciones más agradables durante unas horas». Es seguro que en esos momentos su mente se ponía a trabajar en segundo plano, barajando mil y una hipótesis y haciendo todo tipo de suposiciones.
Cuando renunciamos a encontrar una solución o cuando nos relajamos, paseamos o nos duchamos, apartamos de nuestra mente la preocupación por encontrar una respuesta, porque ahora estamos concentrados en una tarea muy distinta, lo que libera nuestra memoria más inmediata (insisto en que prefiero utilizar lo menos posible términos técnicos), que parece tener una capacidad limitada. De este modo, pueden presentársenos ideas que han estado madurando en segundo término, por debajo de nuestro umbral de conciencia. Examinemos junto a Holmes con un poco más de detalle esta curiosa relación entre la distracción y la iluminación o revelación.
Ciertos aspectos de la distracción consciente de Holmes inevitablemente nos recuerdan algunas de las opiniones de otro de los pioneros del estudio del proceso creativo, Henri Poincaré, considerado uno de los matemáticos más profundos de los siglos XIX y XX, que estaba muy interesado en la intuición y en cómo funciona nuestra mente por debajo del estado consciente. Poincaré creía que nuestro cerebro no solo se limita a ordenar en segundo plano (en el nivel no consciente), sino que también es capaz de crear. A menudo, decía, es conveniente olvidarse del problema que estamos analizando y distraerse, porque eso facilita que a nuestra mente consciente acudan esas ideas que hemos estado barajando en un segundo plano. Eso es algo que Holmes hace siempre que lo necesita:
Poseía, de manera muy notable, la capacidad de desentenderse a voluntad. Por espacio de dos horas pareció olvidarse del extraño asunto que nos tenía ocupados para consagrarse por entero a los cuadros de los modernos maestros belgas. Y desde que salimos de la galería hasta que llegamos al hotel Northumberland habló exclusivamente de arte, tema sobre el que tenía ideas muy elementales[313].
Ya hemos visto que es frecuente que, después de obsesionarnos por encontrar la respuesta a un problema, cuando renunciamos a lograrlo, se nos presente la solución. También puede suceder cuando estamos a punto de dormirnos o en el instante anterior al despertar. Poincaré observó que en momentos de somnolencia se le ocurrían buenas ideas, pero que las perdía porque no podía evitar quedarse dormido del todo, así que ideó un curioso método, que años después imitaría Dalí: se sentaba en un sillón, ponía dos bandejas de metal en el suelo y sostenía en las manos dos pesadas bolas de hierro. Al pasar de la somnolencia al sueño, sus manos se abrían inevitablemente y las bolas de hierro caían sobre las bandejas, despertándole. Eso le permitía apuntar rápidamente las ideas que se le habían ocurrido. Como dijo John Searle en una ocasión: «El cerebro puede trabajar por su cuenta sin nuestra ayuda consciente, del mismo modo que nuestro estómago no necesita que le ayudemos a hacer la digestión». Por eso, es recomendable que encarguemos a nuestro cerebro ciertas tareas, para que las vaya haciendo en segundo plano mientras nosotros nos dedicamos a otra cosa. Después solo tenemos que recoger los resultados:
Es inútil Watson —dijo, echándose a reír—. Vamos a dar un paseo por los acantilados y a buscar flechas de sílex. Tenemos más probabilidades de encontrar eso que de encontrar pistas para este misterio. Dejar que el cerebro funcione sin tener material suficiente es como poner a toda marcha un motor: acaba haciéndose pedazos. Aire marino, sol y paciencia, Watson. Lo demás ya vendrá[314].
Cuando Sherlock Holmes sale de ese estado de semiletargo, tras fumarse unas cuantas pipas o arañar las cuerdas del violín, ya está dispuesto a encarar el problema sin hacer suposiciones apresuradas, sino planteando teorías, tal vez todavía no certeras pero al menos sí plausibles: «Páseme mi violín y procuremos olvidar durante media hora el mal tiempo y las acciones, aún peores, de nuestros semejantes[315]».