La importancia de lo superfluo

Nada es pequeño para una inteligencia grande.

Sherlock Holmes en Estudio en escarlata.

Uno de los aspectos en los que Sherlock Holmes se parece a los científicos modernos y que le permite superar a sus rivales de Scotland Yard, como los policías Gregson y Lestrade, es su capacidad para observar los pequeños detalles, aquello que está a la vista de todos, pero a lo que no se suele prestar atención: «Siempre he sostenido el axioma de que los pequeños detalles son, con mucho, lo más importante».

La declaración de Holmes nos recuerda una afirmación del doctor Bell, profesor de medicina de Arthur Conan Doyle, a quien conoceremos mejor más adelante: «Para los maestros del oficio existen miríadas de signos elocuentes e instructivos, pero cuyo descubrimiento requiere un ojo experto… La importancia de lo infinitamente pequeño es incalculable. Emponzoñen un pozo de La Meca con el bacilo del cólera y el agua santa que los peregrinos se llevarán embotellada infectará un continente».

No existe una profesión a la que podamos llamar «detallista», como quien se refiere a un escaparatista, pero sí existen algunos profesionales, además de los detectives, que prestan una atención muy especial a los pequeños detalles. Se trata de los connoisseur o expertos en arte, verdaderos observadores de lo minúsculo, al menos desde que un hombre que se escondía tras una falsa identidad revolucionó la disciplina. Ese hombre nos permitirá establecer inesperadas conexiones con pioneros de la criminología como Bertillon, pero también con el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, y, por supuesto, con Sherlock Holmes.

La historia comienza en 1880, cuando se publicó en Berlín el libro Die Werke Italienischer Meister (La obra de los maestros italianos). Su autor, Ivan Lermolieff, ya era conocido en los círculos artísticos por sus atrevidas teorías, que había ido revelando, entre 1871 y 1876, en diversos artículos acerca de la Galería Borghese de Roma. Lermolieff proponía un nuevo método para distinguir las obras de los grandes pintores, para detectar si habían sido pintadas por el maestro o por los discípulos y para descubrir los fraudes y falsificaciones. Sus ideas atrajeron la atención de los expertos, pero también fuerte oposición por parte de los críticos de arte, que consideraban el método poco ortodoxo e inadecuado para algo tan sublime como el estudio de las formas artísticas.

Se sabía poco acerca de Lermolieff, más allá de que era ruso y que sus ensayos se traducían al alemán por un tal Giovanni Schwarze. Cuando se publicó el libro que recogía de manera metódica sus teorías y se sucedieron las traducciones al italiano y al inglés, empezó a sospecharse que aquel ruso capaz de detectar las falsificaciones era, a su vez, un falsario. A pesar de algunos testimonios contradictorios, acabó por quedar claro que Lermolieff no existía y que tampoco existía un original en ruso de La obra de los maestros italianos.

Ahora había que averiguar por qué el tal Schwarze había fingido que traducía un libro del ruso al alemán. La respuesta fue que Schwarze tampoco existía, sino que era un nuevo seudónimo. ¿Quién se escondía, entonces, tras Lermolieff y Schwarze?

La solución al misterio estaba escondida en las dos identidades falsas, pues el hombre que se ocultaba tras ellas había dejado pistas en los nombres, tal vez porque siempre estuvo seguro de que algún día reivindicaría las teorías como suyas. Su verdadero nombre era Giovanni Morelli, que podríamos traducir por «Juan Moro», mientras que el nombre del supuesto traductor Giovanni Schwarze significa «Juan Negro»; además, en «Ivan Lermolieff» está contenido de nuevo el nombre («Ivan» también significa «Juan») y el apellido en acrónimo, pues «Lermolieff» contiene «Morelli». Pero ¿quién era Giovanni Morelli, el hombre que había sido capaz de engañar durante varias décadas a los estudiosos y críticos de arte, y cuáles eran sus teorías acerca de lo falso y lo verdadero en la pintura?

Giovanni Morelli (1816-1891) era médico de profesión, pero ya desde joven se interesó por la pintura y decidió dedicar sus esfuerzos a la difícil tarea de certificar la autoría de obras de arte y reconocer las falsificaciones. Hasta entonces, el método consistía en observar la técnica empleada y la disposición general de las figuras y el estilo. Morelli se dio cuenta de que aquella no era la mejor manera de descubrir al autor de un cuadro o a los falsificadores. Cualquier pintor más o menos dotado podía imitar el estilo de otro pintor, sostenía, pero pocos eran capaces de imitar a la perfección los rasgos más insignificantes, como las orejas, los pies o las manos. Había que fijarse en los detalles a los que el pintor apenas daba importancia, en todo aquello que dibujaba o pintaba de manera mecánica, casi inconsciente.

Del mismo modo que la mayoría de los hombres que hablan o escriben tienen hábitos verbales y emplean sus palabras o frases favoritas involuntariamente y a veces incluso de un modo muy inadecuado, también todo pintor tiene sus propias peculiaridades, que se le escapan sin que sea consciente… Quien quiera estudiar en profundidad a un pintor, debe descubrir estas fruslerías materiales y prestar atención con esmero[55].

Cada pintor tenía una manera particular de pintar las orejas de sus personajes, las manos o detalles «casi vergonzosos». Como explicaba Morelli con ironía: «Mis adversarios, especialmente los alemanes, se complacen en calificarme como a uno que es incapaz de apreciar el sentido espiritual de una obra de arte, y que por ello da mayor importancia a los detalles externos, como la forma de las manos, de la oreja, e incluso, horribile dictu, a un objeto tan antipático como las uñas[56]».

Estudios de orejas pertenecientes a diferentes pintores, por Giovanni Morelli.

La semejanza entre el método de Holmes y el de Morelli se hace evidente cuando comparamos los estudios de orejas, manos, pies y uñas de Morelli con la insistencia de Holmes en observar hasta el más pequeño detalle y descubrir en él la clave de los diversos misterios que se le plantean No solo eso, se da la circunstancia de que Holmes se ocupó de manera específica de manos, uñas y orejas para resolver más de un caso, y lo hizo de una manera en todo coincidente con los métodos de Morelli, como en la aventura titulada «La caja de cartón»: «No ignorará usted, Watson, en su condición de médico, que no hay parte alguna del cuerpo humano que presente mayores variantes que una oreja. Cada oreja posee características propias, y se diferencia de todas las demás».

Las palabras de Holmes están relacionadas con un extraño caso en el que su cliente, la señorita Cushing, ha recibido una caja con dos orejas cortadas. Holmes examina atentamente el macabro regalo, «con ojos de experto», y advierte algo que le llama la atención: «Imagínese cuál no sería mi sorpresa cuando, al detener mi mirada en la señorita Cushing, observé que su oreja correspondía en forma exacta a la oreja femenina que acababa de examinar. En ambas existía el mismo acortamiento del pabellón, la misma amplia curva del lóbulo superior, igual circunvolución del cartílago interno». La conclusión del detective es inmediata: «la víctima debía ser una consanguínea, probablemente muy estrecha, de la señorita Cushing». Gracias a su atención a los pequeños detalles, en este caso las orejas, Holmes puede resolver el caso de la señorita Cushing, de manera semejante a como Morelli resolvía misterios como las falsas atribuciones o si un cuadro pertenecía a un pintor o a uno de sus discípulos. Pero ¿esta similitud entre los dos métodos es fruto de la casualidad?

Estudios de manos de Morelli.

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