Elemental, mister Hooke
Cuando vine a Londres por primera vez, me alojaba en Montaigue Street, a la vuelta del Museo Británico, y allí esperaba, ocupando mis interminables horas de ocio en estudiar todas aquellas ramas de la ciencia que podían contribuir a hacerme más eficaz.
Sherlock Holmes en
«El ritual de los Musgrave».
Muchas veces se ha hablado de la personalidad al mismo tiempo obsesiva, indolente, apasionada y despistada de los grandes investigadores y científicos, ya desde aquella anécdota del filósofo Tales que se cayó a un pozo por su afición a mirar las estrellas. Se cuentan historias similares acerca de Einstein, Newton y muchos otros científicos, que se concentraban de manera tan obsesiva en un problema que se olvidaban del mundo exterior. En una ocasión, al menos según la leyenda, Einstein tenía que cambiarse para ir a una recepción y, después de quitarse la ropa, en vez de ponerse el traje de gala, se metió directamente en la cama y se quedó durmiendo hasta el día siguiente.
También son frecuentes las historias acerca de científicos que descuidan sus tareas o se olvidan de los demás, como hace Holmes con el pobre Watson, al que más de una vez deja de atender durante horas. Philip Ball cuenta que Robert Boyle, amigo y compañero de Hooke en la Royal Society, era capaz de llamar a uno de sus criados en mitad de la noche para que le llevase un trozo de pescado podrido y lo introdujese en la bomba de aire[16]. Watson también está muy acostumbrado a ser requerido por Holmes en cualquier circunstancia, aunque a veces es él quien acude al encuentro de su amigo para plantearle un enigma, del mismo modo que los criados de Boyle, conociendo las extrañas aficiones de su amo, se atrevían a molestarlo, incluso cuando pasaba por un fuerte catarro, para anunciarle que las criadas se habían asustado al ver algo brillando en la oscuridad de la despensa y que resultó ser un pedazo de carne:
Postergando por un momento mi decisión de acostarme, mandé que trajesen esa carne a mis dependencias en el acto, e hice que la colocasen en un rincón considerablemente oscuro, donde fui testigo, con tanto asombro como deleite, de que, en efecto, aquella pieza de carne brillaba en diversos lugares… Una imagen tan insólita que enseguida se me ocurrió invitaros para que participarais del placer de contemplarla[17].
Aquellos científicos, movidos por su ansia de saber, podían llegar a atravesarse con una aguja «entre el ojo y el hueso» para distorsionar el cristalino, como hizo Newton, y así observar lo que sucedía, si es que no perdía antes la visión, claro. Su gran rival, Robert Boyle, llegaba a enfrascarse de tal modo en sus investigaciones que «era muy capaz de caer enfermo de tanto fervor como ponía en su tarea[18]», algo que también suele sucederle a Holmes. Así, en «El pie del diablo», Watson cuenta que en 1897 el doctor Moore Agar ordenó al detective que abandonara todos sus casos y se sometiera a una cura de reposo si quería evitar un derrumbamiento absoluto: «Holmes jamás había prestado la más mínima atención a su estado de salud, ya que vivía en una abstracción mental absoluta, pero al final se le pudo convencer, bajo la amenaza de quedar permanentemente incapacitado para trabajar[19]».
Cuando nos cuentan los métodos de otro de los fundadores de la Royal Society, Robert Hooke, como su costumbre de narcotizar a las moscas con coñac para poder observarlas con el microscopio (si las mataba se contraían[20]), nos parece estar asistiendo a una de aquellas extrañas prácticas a las que se entregaba Holmes, como cuando intenta atravesar con un arpón a un cerdo muerto para resolver un caso:
Si hubiera usted podido asomarse a la trastienda de Allardyce, habría visto un cerdo muerto colgado de un gancho en el techo y un caballero en mangas de camisa dándole furiosos lanzazos con esta arma. Esa persona tan enérgica era yo, y he quedado convencido de que por muy fuerte que golpeara no podía traspasar al cerdo de un solo lanzazo[21].
Víctor Trevor, al que ya hemos visto páginas atrás describir al extravagante joven que va a presentar a Watson para que compartan piso, asegura:
Yo llego incluso a representármelo dando a un amigo suyo un pellizco del alcaloide vegetal más moderno, y eso no por malquerencia, compréndame, sino por puro espíritu de investigador que desea formarse una idea exacta de los efectos de la droga[22].
Enseguida añade Trevor: «Para ser justo, creo que él mismo la tomaría con idéntica naturalidad[23]». Hooke también estaba dispuesto a dar literalmente su sangre para obtener alguna nueva revelación acerca de la naturaleza, como cuando decidió observar a un insecto a través del microscopio: «No menos inquietante resulta la observación de una pulga que llevó a cabo el flemático Hooke mientras el insecto le chupaba la sangre[24]». Las observaciones de Hooke acerca de la experiencia recuerdan ese tono sobrio con el que Holmes describe las situaciones más extravagantes o llamativas:
La criatura era tan voraz que, pese a no poder contener más sangre, seguía chupando igual de rápido, mientras, con la misma velocidad, evacuaba por detrás: la digestión de esta criatura debe de ser muy rápida, pues, si bien la sangre se veía más espesa y oscura cuando la succionaba, al llegar a las tripas era de un hermoso color rojo, y la que se incorporaba a sus venas parecía blanca[25].

El magnífico resultado que obtuvo Hooke al ofrecer su propia sangre a una pulga. Las consecuencias pudieron ser trágicas, pues precisamente esta pulga, la Ceratophyllus fasciatus, fue la responsable de la muerte de millones de personas en Europa, al transmitir la peste. (Ilustración de Robert Hooke en Micrograhia, 1665).
En otra ocasión, Hooke construyó una cámara de aire en la que pudiese entrar una persona, y sin dudarlo se introdujo en ella, a pesar de que había observado que insectos y otros pequeños animales morían al permanecer en cámaras de aire similares:
Por suerte para él, la cámara distaba mucho de ser hermética y solo fue posible extraer un cuarto más o menos del aire que había dentro; pero bastó para que Hooke afírmase haber sentido mareos y dolor de oídos[26].
Un siglo después, otro de los presidentes de la Royal Society, el químico Humphry Davy, investigó en 1799 el efecto sobre la respiración humana de gases como el hidrógeno, el dióxido de carbono, el monóxido de carbono y otras combinaciones de gas nitroso:
Antes de intentar nada en sus pacientes, lo probaba todo consigo mismo, a menudo corriendo graves riesgos. Los desvanecimientos, las náuseas y las fuertes migrañas con frecuencia le dejaban postrado. Pero él proseguía, impertérrito[27].
En otra ocasión, Davy decidió inhalar cuatro litros y medio de monóxido de carbono (el gas con el que muchas personas se han suicidado en sus garajes) y al llegar al cuarto litro sufrió un colapso: «Parecía que me estaba hundiendo en la aniquilación, pero tuve la energía suficiente como para dejar caer la boquilla de mis labios entreabiertos». Sin embargo, todavía tuvo ánimo para comprobar su pulso: «filiforme y demasiado acelerado».
Holmes también se arriesga una y otra vez, no tanto para atrapar al culpable (al que a menudo ni siquiera entrega a la policía), sino para poner a prueba una teoría. En una de sus últimas aventuras, «El pie del diablo», cuando ya el detective y su ayudante son casi ancianos, los dos ponen en riesgo su vida con el único objetivo de comprobar si es correcta o no la hipótesis acerca de una potente droga que ha llevado a la muerte a varias personas. El lector percibirá enseguida la semejanza con las descripciones del experimento de Davy, que sin duda sirvió de inspiración a Conan Doyle[28]. A pesar de que el caso ya está resuelto, Holmes propone que prueben la efectividad del misterioso veneno:
Y ahora, Watson, vamos a encender nuestra lámpara. Sin embargo, tomaremos la precaución de abrir la ventana para evitar el fallecimiento prematuro de dos meritorios miembros de la sociedad[29].
Eso sí, el detective ofrece a su amigo echarse atrás si lo desea, pero Watson, que sería capaz de acompañar a su querido amigo hasta las puertas del mismo infierno, acepta alegremente el desafío. A pesar de las precauciones que toman antes de inhalar el peligroso humo, la vida o la cordura de ambos parecen condenadas, si no fuera porque Watson, en medio del caos de sus sensaciones, logra captar:
Una fugaz visión del rostro de Holmes, blanco, rígido y deformado por el terror… exactamente con la misma expresión que habíamos visto en los rostros de los muertos; aquella visión me proporcionó un instante de cordura y de fuerza[30].
En un último esfuerzo, rescata a su amigo y lo arrastra fuera de la habitación, hasta que ambos caen uno junto al otro en el césped, «conscientes tan solo de la gloriosa luz del sol, que se iba abriendo camino a través de la nube infernal que nos envolvía». Tras la sobrecogedora experiencia, que Conan Doyle describe con todo detalle, Holmes abandona su frialdad característica y con voz temblorosa exclama:
¡Palabra de honor, Watson! Le debo un agradecimiento y una disculpa. Ha sido un experimento injustificable, aun para uno mismo, pero mucho más para un amigo. Le aseguro que lo siento mucho[31].
Después de tantos años juntos, Watson se emociona al escuchar aquellas palabras y responde que no existe mayor privilegio que ayudar a su amigo, a pesar de que, como el propio Holmes admite, lo razonable hubiera sido que acabaran los dos locos por efecto de la droga, puesto que ya lo estaban cuando decidieron someterse a tan extravagante experimento. Una locura causada por el amor a la ciencia y el conocimiento, algo que ya dictaminó Víctor Trevor antes de presentar a Watson al extravagante Holmes: «Para mi gusto, Holmes es un poco excesivamente científico. Casi toca en la insensibilidad. Por lo que se ve, su pasión es lo concreto y exacto en materia de conocimientos[32]». Trevor tiene mucha razón, porque si Holmes puede ser definido de alguna manera es como un detective científico, quizá no el primero tampoco, porque le precedieron el Legrand y el Dupin de Poe, pero sí el que llevó la aplicación del método científico al mundo criminal a su máxima expresión En consecuencia, el camino que conduce a Sherlock Holmes comenzó cuando se crearon las primeras academias de investigación sistemática experimental, en especial, la Royal Society.