La sonrisa Duchenne

Sus labios dejaron escapar una temblorosa sonrisa, lo que me indicó que se había impuesto en su pensamiento la idea de que es una ridiculez resolver los problemas internacionales sirviéndose de semejante método.

Holmes en «El paciente residente».

Es muy posible que Conan Doyle (y quizá también Peirce) conociera los trabajos de Guillaume Duchenne de Boulogne, en los que este pionero de la neurología hacía una descripción de las expresiones faciales, obtenidas en su mayor parte por estimulación eléctrica. A él se debe el descubrimiento de la llamada «sonrisa Duchenne», que nos permite distinguir una sonrisa verdadera de una forzada observando los diferentes músculos que se mueven en una y en otra:

Es un tipo de sonrisa que involucra la contracción de los músculos cigomático mayor y menor cerca de la boca, los cuales elevan la comisura de los labios, y el músculo orbicular cerca de los ojos, cuya contracción eleva las mejillas y produce arrugas alrededor de los ojos[123].

La sonrisa Duchenne, o su ausencia, nos permite descubrir la hipocresía de un político o del seguidor de una secta que sonríe de oreja a oreja; también obliga a los actores a seguir algún método de interiorización del sentimiento, como el de Stanislavski, para no ser considerados malos actores de sonrisa forzada, aunque también es posible aprender a mover los músculos de la sonrisa Duchenne, tras mucho entrenamiento. Charles Darwin se interesó por el tema en La expresión de las emociones en los animales y en el hombre, libro que, esta vez sin ninguna duda, Conan Doyle sí conocía.

Una prueba de que enviamos signos y señales con nuestra mirada, con nuestra sonrisa y con microgestos de los que no somos conscientes es una investigación publicada recientemente. Investigadores de la Universidad de Ohio especializados en psicología experimental y visión artificial han establecido «una especie de gramática de la expresión facial» con 21 expresiones, algunas básicas, como felicidad, sorpresa, enfado, tristeza, miedo y asco, otras compuestas, como «felizmente sorprendido» o «tristemente temeroso». Lo más interesante del estudio, según cuenta Javier Sampedro en su crónica periodística[124], es que los sistemas de visión artificial o FACS (Facial Action Coding System) son capaces de reconocer esas expresiones con un 97% de precisión en expresiones básicas y un 77% en las compuestas. Si un ordenador puede descifrar esa información con tal grado de acierto, ¿qué no podrá hacer una persona entrenada en la lectura en frío? O qué no podría hacer Sherlock Holmes, que en su artículo titulado «El libro de la vida» daba una gran importancia no ya a la fisiognomía, a la forma y características del rostro, sino al rostro en movimiento:

Pretendía sondear los más íntimos pensamientos de un hombre aprovechando una expresión momentánea, la contracción de un músculo, la forma de mirar de un ojo. Aseguraba que a un hombre entrenado en la observación y en el análisis no cabía engañarle[125].

Llegamos así a una cuestión que todavía es objeto de encendidas polémicas entre los admiradores del detective creado por Conan Doyle, porque parece imposible que alguien pueda conocer a los demás sin ser capaz al mismo tiempo de ponerse en su lugar: ¿era Sherlock Holmes capaz de sentir empatía?

No tan elemental
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