Un viaje a Serendipia

En los campos de la observación, el azar favorece solo a la mente preparada.

Louis Pasteur.

A lo largo de la investigación que he realizado para escribir este libro y que ha consistido en volver a leer los cincuenta y seis cuentos y las cuatro novelas del canon holmesiano dos o tres veces; recorrer decenas de libros de todos los temas imaginables, entre ellos psicología, ciencia forense, historia y filosofía de la ciencia; consultar cientos de páginas de internet o conversar durante horas con amigos e intercambiar mensajes con mis editores, lo que no esperaba era acabar desembarcando en una gran isla situada junto a la India, llamada Sri Lanka, que antes fue conocida como Ceilán o Trapobana y, mucho antes, como Serendipia. No era mi intención desembarcar en Serendipia porque no tenía muy claro que existiese una relación entre Sherlock Holmes y esta isla que ha dado nombre a un tipo de descubrimiento que se caracteriza fundamentalmente por su carácter accidental y azaroso.

En el siglo XVIII el escritor Horace Walpole, célebre hoy en día por su novela gótica El castillo de Otranto, acuñó el término «serendipia» al recordar un cuento persa traducido por Rufus Chetwood en 1722, «Los viajes y aventuras de los tres príncipes de Serendipia», en el que tres príncipes viajaban por el mundo en busca del conocimiento y que, durante su viaje, hacían descubrimientos sin buscarlos.

La serendipia, en efecto, se produce cuando alguien hace un descubrimiento llevado más por la suerte o la casualidad que por la búsqueda sistemática. Algunos ejemplos clásicos son la historia de cómo a Isaac Newton le cayó una manzana sobre la cabeza y eso le hizo preguntarse por qué caen las manzanas (y todas las cosas); el descubrimiento de la penicilina por Fleming, cuando se le contaminó sin querer una placa de bacterias con un hongo y descubrió que las bacterias dejaban de crecer en esa zona, o el descubrimiento de la estructura atómica del benceno por el químico Friedrich Kekulé, quien, tras intentar encontrar una estructura coherente para el benceno, soñó con una serpiente que se mordía la cola y eso le dio la idea de que se trataba de una estructura en forma de anillo. Umberto Eco también considera que el descubrimiento de América por Colón fue una serendipia, pues partió buscando las Indias, tal vez incluso la isla de Serendipia (es decir, Ceilán), y en el camino se encontró todo un continente. Pero la serendipia más célebre es precisamente la de aquel baño del que Arquímedes salió gritando «¡Eureka!».

Sin embargo, casi todos los ejemplos de descubrimientos accidentales se producen cuando ya se está buscando algo: Newton ocupaba gran parte de su tiempo en encontrar explicaciones del movimiento de los planetas o de la manera en la que funcionaba el universo; Fleming quizá no buscaba ese producto en concreto, pero sí estaba haciendo experimentos en su laboratorio y examinando placas con bacterias; Arquímedes llevaba días pensando en cómo descubrir si la corona que le había entregado el rey era o no completamente de oro; Kekulé llevaba semanas o meses pensando en estructuras que pudieran explicar las características observadas en el benceno y descartando muchas ideas. Royston M. Roberts propone en Serendipia, descubrimientos accidentales en la ciencia, el término «pseudoserendipia» para referirse a «descubrimientos accidentales que logren culminar un camino de búsqueda», reservando «serendipia» para los «descubrimientos accidentales de cosas no buscadas», aunque también esos descubrimientos suelen presentarse a personas preparadas para ello, lo que coincide con la opinión del popularizador del término Walpole, para quien la serendipia combinaba «accidente y sagacidad[316]». En realidad, la historia de los tres príncipes de Serendipia muestra que los descubrimientos que realizan los jóvenes viajeros no son casi nunca accidentales, sino más bien producto de una mezcla de observación y deducción, o si se prefiere una especie de abducción, muy holmesiana. En el episodio más conocido, los tres príncipes deducen que unas huellas pertenecen a un camello tuerto, cojo y al que le falta un diente. ¿Le suena al lector esta historia?

Esta historia del camello tuerto, cojo y sin diente se remonta al siglo IV de nuestra era, cuando todavía existía el antiguo imperio de Persia, pero también aparece con diversas variantes en Las mil y una noches y en el Talmud judío. Inspiró, claro, a Voltaire para escribir su Zadig (¿recuerda el lector que conocimos a Zadig al hablar de la «lectura» de las pisadas por parte de Holmes?). Zadig, a su vez, inspiró a Edgar Allan Poe para crear a Dupin, y de Dupin, combinado con el doctor Bell (que también conocía a Zadig), surgió Sherlock Holmes. La conclusión es que el propio Sherlock Holmes tiene su lejano origen, y no sé si esto debería considerarse otra serendipia, en aquellos tres príncipes de la isla de Serendipia.

Tampoco es extraño que la abducción haya sido a menudo comparada o confundida con la serendipia, porque nos permite conectar datos dispersos, entre los que por regla general no estableceríamos ninguna relación. Aunque la abducción suele ser más metódica que la serendipia pura, es cierto que también la serendipia puede ser en cierto modo provocada, aplicando métodos azarosos que nos permiten combinar elementos de manera casi caótica para encontrar algún tipo de relación entre ellos. En El guión del siglo 21 conté un método azaroso puro que empleé durante años:

Entraba en el salón de ficheros de la Biblioteca Nacional que eran cientos de cajas… sin prestar atención a cómo estaban ordenados esos archivos y ficheros, pensaba un número cualquiera e iba contando pasillo a pasillo hasta que me detenía en el que me había tocado. Caminaba cinco, cuatro o tres pasos y me acercaba a uno de los cajones, lo abría, tanteando con los ojos cerrados, y contaba, por ejemplo, 23 fichas. Entonces abría los ojos, anotaba las signaturas de los cinco primeros libros y los pedía, aunque trataran de cómo reparar la rueda de un autobús o fueran recetas para preparar limonada maltesa… De este modo logré saltar fuera de mi círculo de referencia y hacer hallazgos muy interesantes, desde la Nueva Teoría de la Naturaleza, de Oliva Sabuco a la Crítica del lenguaje de Mauthner o el Sefer Yetsirá de los cabalistas.

No está claro si Holmes empleaba tales sistemas azarosos de manera más o menos metódica (esto suena un poco paradójico, ya lo sé: azar metódico), por ejemplo al consultar sus enciclopedias del crimen, pero sí es bastante seguro que en el desván o ático de su cerebro se producían inevitablemente conexiones entre conocimientos tan heteróclitos como los contenidos en los ficheros de una biblioteca. Pero para que esos conocimientos acudan a la mente, hace falta favorecer en cierto modo las conexiones azarosas entre observaciones y pensamientos dispersos.

En los capítulos finales, conoceremos otros curiosos aspectos de la manera de pensar de Holmes, revelaré algunos secretos escondidos en este libro y descubriremos cómo a veces más conocimientos pueden hacer que sepamos menos.

No tan elemental
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