El problema de Monty Hall

Usted ya me ha visto fallar antes, Watson. Yo tengo instinto para estas cosas, pero a veces ese instinto me la juega.

Holmes en «El problema del puente de Thor».

Monty Hall fue uno de los más famosos presentadores de la historia de la televisión en Estados Unidos. Durante casi treinta años, desde 1963 hasta 1990, presentó el concurso Let’s Make a Deal (Hagamos un trato). A los lectores españoles este programa les recordará al célebre Un, dos, tres, creado por Chicho Ibáñez Serrador. Monty Hall ofrecía a los concursantes elegir entre diversos objetos, o entre un objeto y una oferta en dinero en metálico. La gran duda final para los concursantes era si, al quedarse con el dinero, estaban perdiendo un coche o solo cualquier premio menor. En 1975, un tal Steve Selvin escribió una carta a una revista en la que planteaba un problema basado en Let’s Make a Deal:

Al concursante se le muestran tres puertas y se le explica que detrás de dos de ellas hay cabras, mientras que tras la otra hay un fabuloso automóvil. El concursante elige una de las puertas. Es entonces cuando Monty Hall abre una de las dos puertas no elegidas y muestra que detrás de ella hay una cabra. Ahora quedan dos puertas, la que ha elegido el espectador y la restante. Puesto que ya hemos visto una cabra, sabemos que detrás de una de las dos puertas tiene que haber una cabra y detrás de la otra un automóvil. La pregunta que se le hace al concursante es: «¿Quiere usted cambiar de puerta o prefiere seguir con la que eligió?».

Quizá sea necesario aclarar a los lectores desconfiados que los responsables del programa no harán ningún tipo de trampa, que no cambiarán de puerta las cabras o el automóvil, y que tampoco están intentando sugestionarnos con ofertas o trucos para generar dudas o inseguridad. Pues bien, no sé cuál es la respuesta del lector, pero sí le puedo decir que casi todos los concursantes prefieren quedarse con la puerta que eligieron al principio. ¿Por qué? Es probable que lo hagan porque tienen la sensación de que si cambian y el premio acaba estando en la puerta que eligieron, entonces habrán dejado escapar algo que ya tenían. Psicológicamente parece más duro perder algo que ya se tiene que la posibilidad de ganar algo que no se ha llegado a tener. De todos modos, no nos interesan aquí las razones psicológicas para cambiar o no cambiar de puerta, sino responder a una pregunta: ¿existe alguna razón por la que sea mejor quedarse con la puerta elegida en vez de cambiar, o bien es indiferente una u otra decisión? Piénselo un momento antes de continuar leyendo.

¿Ya lo ha pensado? Quizá deba reflexionar un poco más. Si se detiene a pensar, entonces estará actuando como Sherlock Holmes. Si prefiere seguir leyendo y no intentar resolver el dilema planteado, entonces su manera de actuar será la de John Watson. Sigo sin saber la respuesta de los lectores, pero me atrevo a suponer que muchos todavía pensarán que es mejor no cambiar, aunque lo más probable es que la mayoría, sobreponiéndose a su primer impulso intuitivo, haya llegado a la conclusión de que es indiferente cambiar o no. Es obvio que tenemos dos puertas a elegir, que detrás de una hay un coche y detrás de la otra una cabra, así que, hagamos lo que hagamos, cambiar o no cambiar de puerta, las posibilidades son las mismas. En definitiva, tenemos un 50% de posibilidades, tanto si se cambia como si no se cambia de puerta.

La anterior es también una respuesta intuitiva, aunque un poco más sofisticada que la simple preferencia por la primera puerta elegida. Ahora nos hemos detenido un instante a pensar y nos hemos dado cuenta de que si hay dos puertas, las posibilidades son las mismas, la mitad para cada una. Esa era también la opinión mayoritaria, casi la única, acerca del problema de Monty Hall, hasta que las cosas cambiaron cuando, en 1990, intervino en el debate la persona más inteligente del planeta. No se trataba de Sherlock Holmes, pero tampoco de Monty Hall (¿era eso lo que pensaba el lector?), sino de Marilyn Vos Savant, considerada por el Libro Guinness la persona con mayor coeficiente de inteligencia del mundo. Vos Savant escribía una columna semanal en la revista Parade titulada Ask Marilyn (Pregunte a Marilyn), donde respondía a cuestiones difíciles que le enviaban los lectores. El problema de Monty Hall no parecía a primera vista muy difícil, pero la respuesta que dio Vos Savant demostró lo contrario, pues afirmó sin dudarlo que era mucho mejor cambiar de puerta. La protesta de los lectores fue abrumadora: llegaron más de 10 000 cartas a la revista, al menos mil enviadas por matemáticos y científicos. En casi todas ellas se decía que Vos Savant había dicho una estupidez y que era obvio que daba lo mismo cambiar que no cambiar de puerta. Algunas cartas eran insultantes: «Usted es la cabra», decía un lector indignado. Los matemáticos y los estadísticos se lamentaban del analfabetismo numérico de personas cultas como Vos Savant. Los días fueron pasando y Vos Savant se reafirmó en su respuesta. Con el tiempo, todos tuvieron que acabar aceptando que tenía razón: es mejor cambiar de puerta. Tal vez los lectores no acaben de creerlo, puesto que, si hay dos puertas entre las que elegir, tenemos un 50% de posibilidades en cada una de ellas. Pensar otra cosa resulta no solo irrazonable, sino antiintuitivo.

Me gusta emplear el problema de Monty Hall en mis clases de creatividad aplicada a la escritura del guión o a la literatura porque me permite mostrar con mucha claridad a los alumnos que no deben fiarse de la intuición, que es muy fácil ser engañados por ese mecanismo mental al que tenemos tanto cariño. Porque, incluso cuando les explico que si se cambia de puerta existe aproximadamente un 66% de posibilidades de obtener el coche, mientras que, si no se cambia de puerta, el porcentaje se reduce a un 33%, no acaban de aceptarlo. Lo interesante del problema de Monty Hall es que, ni siquiera cuando uno sabe que no hay ninguna duda de que es mejor cambiar de puerta, la intuición se niega a aceptarlo, cosa que también me sucede a mí, por supuesto. En nuestra mente luchan con fiereza el intuitivo e impulsivo Watson y el analítico y reflexivo Holmes. Pero lo cierto es que es mejor cambiar de puerta.

La razón es que, cuando elegimos entre tres puertas, tenemos un tercio de posibilidades (33%) de acertar y, por lo tanto, las dos puertas que no hemos elegido reúnen los dos tercios restantes (66%). Cuando Monty Hall abre una puerta y nos muestra una cabra, nosotros seguimos con nuestro 33%, pero la puerta restante tiene ahora aquel 66% que tenían las dos puertas no elegidas. Sospecho que la mayoría de los lectores siguen sin verlo claro. Es razonable que así sea. Nos pasa a todos.

Una manera de intentar hacer un poco más intuitivamente aceptable la sorprendente respuesta al problema de Monty Hall es imaginar que no tenemos que elegir entre tres puertas, sino entre 100, detrás de las cuales se esconden 99 cabras y un único coche. El concursante tiene que elegir una de las 100 puertas y, como es obvio, sus posibilidades de acertar son tan solo de un 1%. Eso significa que existe un 99% de posibilidades de que el coche esté detrás de una de las otras 99 puertas. En esta ocasión, Monty Hall va abriendo puertas una tras otra y mostrando cabras tras ellas: una, dos, tres, diez, veintisiete, cuarenta… Noventa y ocho puertas y noventa y ocho cabras. Ya solo quedan dos puertas, la que eligió el concursante entre las cien iniciales y la que ha quedado sin abrir después de haberse descartado 98 puertas. Con este ejemplo casi todo el mundo empieza a convencerse, porque se ve con bastante claridad que la puerta del concursante sigue teniendo tan solo un 1% de las posibilidades iniciales (puesto que el concursante eligió entre las cien primeras puertas), mientras que la otra puerta conserva el 99% de probabilidades inicial que estaba en las 99 puertas no elegidas.

Estoy seguro de que algunos lectores todavía no habrán quedado del todo convencidos, así que solo me queda la solución de remitirles a una página de internet en la que ellos mismos pueden jugar al problema de Monty Hall; basta con escribir en Google «Monty Hall online New York Times» y elegir entre los primeros resultados, probablemente el primero[226]. Recomiendo a los lectores que hagan diez veces la prueba cambiando siempre de puerta y otras diez veces sin cambiar de puerta. A no ser que se produzca una especie de milagro matemático (cosa estadísticamente posible, pero bastante improbable) encontrarán siempre más coches cuando cambien de puerta que cuando no lo hagan: aproximadamente cerca de un 70% de ocasiones cambiando de puerta, frente a un 30% al no cambiar.

Mark Haddon, en su novela de sherlockiano título El curioso incidente del perro a medianoche, dice refiriéndose al problema de Monty Hall: «Demuestra que la intuición puede hacer a veces que nos equivoquemos. Y la intuición es lo que la gente utiliza en la vida para tomar decisiones. Pero la lógica puede ayudarte a deducir la respuesta correcta». La mayoría de las personas concede un gran crédito a su intuición, pero dilemas como el de Monty Hall pueden hacer que empecemos a cuestionar muchas aparentes certezas intuitivas.

Es cierto que la intuición es capaz de establecer rápidas relaciones de causa-efecto, pero también coincide casi siempre con lo que decía Einstein del sentido común: es el depósito de prejuicios adquiridos antes de los dieciocho años; a menudo es «poco más que un atajo cognitivo que nos depara una ilusión de percepción, cuando en realidad nos deja en la inopia respecto al mundo que nos rodea[227]». Si nos dejamos llevar por la intuición, por el pensamiento Watson, por nuestro deseo de encontrar rápidamente causas y explicaciones, es seguro que lo lograremos, pero los resultados serán casi siempre erróneos cuando la situación a la que nos enfrentemos se salga de lo trivial o lo convencional, y ya sabemos que los casos que estudia Holmes nunca son convencionales. Los guionistas experimentados también saben que cuando escriben llevados por una inspiración súbita a menudo lo que hacen es repetir algo que vieron la semana pasada en otra serie o película. El productor ejecutivo de la serie Luz de luna (Moonlighting) contaba que cuando un nuevo guionista escribía un capítulo de prueba para la serie, era frecuente que incluyera una escena en la que los dos protagonistas estaban atados uno al otro, lo que daba pie a una situación de alta tensión sexual; aunque esos guionistas calificaban su escena como «originalísima», la realidad es que en el primer capítulo de la serie se había incluido precisamente una escena idéntica. Es obvio que Holmes también es asaltado por pensamientos e hipótesis puramente intuitivas (aunque ya sabemos que su intuición está muy bien educada y es altamente especializada) y que tiene emociones, pero también sabe que no debe dejarse llevar por ellas, sino ponerlas a su servicio. Invertir, en definitiva, la célebre sentencia: «Nuestras razones son las esclavas de nuestras pasiones», al menos en el curso de una investigación. Otro asunto es que el deseo de comprenderlo todo, como le sucede a Holmes, sea en sí mismo una pasión, y que esa obsesión y deseo sea lo que le lleva a dedicar horas y horas a aprender más y más cosas, a mejorar su capacidad de observación y reflexión, a buscar respuestas inesperadas y a formular preguntas insólitas. Sherlock Holmes siempre pone a prueba sus hipótesis porque sabe que es necesario distinguir las opiniones apresuradas de los hechos contrastados para no ser víctima de la intuición, siguiendo en gran parte las etapas del método científico propuesto por Francis Bacon.

No tan elemental
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