Huevos de Pascua

¡Claro! ¡El periódico! —chilló Holmes enormemente excitado—. ¡Qué idiota he sido! Estaba tan preocupado por la entrevista que no se me ocurrió ni por un momento pensar en el periódico.

Holmes en

«El oficinista del corredor de bolsa».

Cuando me disponía a iniciar los capítulos dedicados a los métodos de Sherlock Holmes, señalé al lector unos cuantos enigmas o preguntas del libro para descubrir si era un lector Watson o un lector Holmes[329]. A veces se trataba de saber si el lector había intentado responder a una pregunta o un enigma explícito, como distinguir qué párrafos pertenecían al Legrand de Poe y cuáles al Holmes de Conan Doyle, o de responder al problema de las tres puertas de Monty Hall; en otras ocasiones pregunté por cuestiones dudosas o intrigantes que habían aparecido pero que no se habían llegado a plantear de manera explícita, como cuántos escalones había en el 221B de Baker Street.

Lo que diferencia a Holmes de Watson, al pensar inquisitivo y reflexivo del intuitivo y espontáneo, no es lo acertado de las respuestas, sino el impulso a buscar respuestas incluso cuando ni siquiera se ha formulado una pregunta. No se trata tanto de resolver enigmas, aunque ello pueda ser también estupendo, sino de planteárselos uno mismo. Es de este modo como los científicos descubren nuevas leyes de la naturaleza y como los inventores patentan aparatos que nadie imaginó: se sitúan ante un problema que nadie ha atendido y aplican el célebre lema creativo: si esta es la respuesta, ¿cuál es la pregunta? No se trata de buscar obsesivamente un significado a cada cosa, sino de observar muchas cosas que antes apenas existían para nosotros. Pondré un ejemplo trivial y cotidiano.

Quizá el lector se haya preguntado alguna vez por qué tantos comercios tienen nombres tan extraños, por ejemplo, Pemar, Jospau, Macarto y muchos más. No sé si yo mismo me hice esa pregunta alguna vez, pero sí sé que alguien me lo hizo notar en la infancia y que también me reveló la respuesta: casi todos esos nombres son la combinación de las primeras sílabas de los nombres de los propietarios del local. PEMAR es Pedro y María; JOSPAU es José y Paula; MACARTO es Manolo, Carlos y Tomás. Como es obvio, no siempre se acierta: MAR puede ser María, Marcos o Martín, por ejemplo. Desde que supe la clave para descifrar este simpático código, nunca he dejado de intentar averiguar qué nombres se esconden tras las más extravagantes siglas y eso me ha proporcionado diversión y entretenimiento en momentos de tedio. A veces, intento descifrar letreros que quizá no responden a ese código, como CAFÉ (Camila y Federico), BAR (Bartolo, ¿o quizá Bárbara?) o ZAMORA (Zacarías, Mónica y Ramón). Fuera de bromas, es cierto que este puede parecer un conocimiento inútil, pero es fácil imaginar situaciones de novela detectivesca en las que poseer un indicio del nombre de los dueños de un local puede llegar a ser decisivo. También en la vida cotidiana causa un gran efecto dirigirse al que uno considera el dueño del local por su nombre, a pesar de no haber entrado allí nunca antes. Eso sí, conviene dejar pasar un rato, para disipar la relación causa-efecto de ver a un nuevo cliente que antes de entrar probablemente habrá visto el letrero del bar. Sherlock Holmes lo hace en «El problema del puente de Thor»:

—¿Cómo está usted, señor Reuben Hayes? —dijo Holmes.

—¿Quién es usted y cómo conoce tan bien mi nombre? —replicó el campesino, con un brillo receloso en sus astutos ojos.

—Bueno, está escrito en el letrero que tiene sobre su cabeza. Y se nota cuando un hombre es el dueño de la casa.

Lo bueno de este temperamento inquisitivo es que, cuando uno se acostumbra a pensar como Holmes, el mundo gana en interés. A cada momento se descubren relaciones insospechadas en lo cotidiano, y otras veces se inventan causas y se pasa un buen rato antes de que una observación más atenta, o un experimento, nos lleve a buscar mejores explicaciones, pero, sea como sea, se descubre que la realidad es mucho más compleja y que esconde muchos placeres, bromas y secretos. Muchos huevos de Pascua.

Voy a revelar algunos de los huevos de Pascua escondidos en este libro. ¿Y por qué huevos de Pascua? Buena pregunta. Los aficionados a los programas de software o a los videojuegos ya sabrán la respuesta: se llama huevos de Pascua a pequeñas sorpresas que están escondidas en un juego o en un programa informático y que son casi imposibles de descubrir si no se tiene algún indicio o clave, del mismo modo que no podemos ver lo que contiene un huevo de Pascua de chocolate antes de romperlo y mirar en su interior. Por ejemplo, ¿sabe el lector cómo hacer que la pantalla del navegador Google gire como si su ordenador y toda la red mundial se hubiese vuelto loca? Escriba en Google: «do a barrel roll». Otro mucho más divertido es escribir «Google gravity» y seleccionar la opción «¡voy a tener suerte!»[330]. Pues bien, este libro no va a saltar por los aires ni las letras se van a caer al suelo si lo agita, pero sí esconde todo tipo de dobles o triples lecturas, de pequeñas bromas. Muchas de ellas no han sido ideadas a propósito, otras sí. En realidad, todos los libros contienen conexiones a otros lugares que no son el propio libro, todos los libros son hipertextuales e interactivos, pero al menos hasta la llegada del mundo digital, internet y los ordenadores, la interactividad y la hipertextualidad dependían casi por entero del lector, que tenía que moverse de un lado a otro para que funcionasen los hiperenlaces, o al menos desplazar su imaginación de una sugerencia del autor del libro a una imagen o una idea.

No tan elemental
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