La comunidad religiosa
Mirando más detenidamente el desarrollo del individuo, nos llama la atención que su sentir, creer y actuar religiosos comienzan en la familia, y que sus ideas religiosas le vienen dadas por su familia. Antaño, la religión era una de las condiciones indispensables para la pertenencia a la familia. Las infracciones de esta ley eran experimentadas como una traición de la familia, por lo que se castigaban en consecuencia. Por este motivo, el abandono de la religión de la familia se vivía —y en parte aún hoy en día se vive— menos como un abandono de la religión, que no como un abandono de la familia, con el temor de perder la pertenencia a la familia. Bien mirado, este miedo no tiene nada que ver con los contenidos religiosos, puesto que se manifiesta de maneras similares en familias que pertenecen a religiones diferentes, independientemente de sus enseñanzas y de sus prácticas. También se vive con más o menos fuerza según el grado en el que una familia se toma en serio su religión. Lo mismo se aplica también a las actitudes llamadas arreligiosa o atea. También éstas resultan vinculantes en la medida en la que constituyen una condición para la pertenencia a la familia.
Estas religiones, por tanto, son religiones de un grupo. Frecuentemente, estos grupos se distancian de otros grupos a través de la religión, se sienten superiores a otros por su religión, y procuran extender la influencia de su religión y de su grupo a costa de otros.
A veces, a través de su religión justifican también la represión de otros grupos. También las convicciones políticas son a veces defendidas con un fervor similar, teniendo consecuencias similares.
Estos grupos actúan como un yo más extenso. Así, pues, la religión del grupo es una religión del yo en un sentido acrecentado. En estas religiones del yo de grupo, por tanto, no sólo se trata de apoderarse de una realidad oculta, sino también de ganar poder sobre otras personas y grupos.