La libertad
Aquí surge el miedo para muchos, el miedo ante la propia libertad y el miedo ante la autoridad eclesial. En este miedo, quizás nos ayude una promesa de la Escritura; ya que quien se siente intimidado en nombre de la Escritura, también puede escuchar aquellas otras palabras de la Escritura que nos animan a la libertad y a la confianza en la propia experiencia religiosa.
En el profeta Jeremías y en la Carta a los Hebreos se dice de la Nueva Alianza:
«Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días —oráculo de Yahveh—: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano: «Conoced a Yahveh», pues todos ellos me conocerán del más chico al más grande —oráculo de Yahveh— cuando perdone su culpa, y de su pecado no vuelva a acordarme» (Jer. 31, 33-34; Hebr. 8, 10-12).
Este gran texto es una de aquellas palabras vitales y vigorosas que, más tajantes que una espada de doble filo, penetran hasta el sentimiento más íntimo. Es una de aquellas palabras que, para mi sentir, dan con los pensamientos más secretos, sacándolos a la luz y juzgándolos. Ante esta palabra, nuestra manera de hablar y de enseñar, de sentenciar y de juzgar se me presenta como profundamente irredimida. En el asentimiento a esa palabra, aquello que para muchos era la expresión más sublime de la fe y de la lealtad —es decir, la sumisión incondicional a una autoridad religiosa—, se me revela como pusilanimidad y temor servil, y con más confianza distingo detrás del santo fervor de algunos la parte oculta de presunción y de odio. Con esta palabra de la Escritura, todos los que participan en la Alianza Nueva reciben la promesa del conocimiento de la Ley y del conocimiento del Señor a través de la experiencia personal de cada uno, y todo intento de adoctrinar a otros acerca del conocimiento de Dios, de su Ley y de su juicio es rechazado expresamente como intromisión en una prerrogativa de Dios. A cada uno de nosotros se le confirma que puede confiar en su experiencia religiosa personal; es más, tiene que confiar en ella, y esta confianza no le hace culpable sino libre. Yo incluso entiendo esta palabra de la siguiente manera: el conocimiento del Señor y de su Ley justamente me es posible porque puedo confiar en el perdón radical y definitivo de mi culpa, ya que sólo en la confianza en este perdón radical encuentro la fuerza de estar atento, independientemente de toda autoridad exterior, a aquello que en cada experiencia cotidiana me llega como conocimiento del Señor y como exigencia del Dios.
Aquí quisiera hacer un balance, resumiendo estas reflexiones en tres tesis:
1. El diálogo sobre la experiencia personal en la fe se dificulta en la Iglesia. Como principal medio de presión sirve la referencia a una autoridad.
2. En última instancia, toda autoridad religiosa se basa en una experiencia personal. Por tanto, mi propia experiencia religiosa no puede ser desvalorada por la referencia a una autoridad.
3. También la tradición bíblica conoce el primado de la revelación privada.