El diálogo
Cuando escucho a un cristiano católico que afirma: «Yo creo — desde la experiencia de la comunidad», esta frase me provoca un eco de esperanza y otro de dudas. Mis deseos me impulsan a la esperanza. Mis experiencias cotidianas en la Iglesia me hacen dudar. Por tanto, si yo mismo digo: «Yo creo — desde la experiencia de la comunidad», esto se refiere no tanto a mi situación actual, sino que más bien comprende un programa para un futuro.
Empezaré con una vivencia reciente. El 16 de octubre del año pasado, el sínodo diocesano de St. Pölten se reunió para su sesión de apertura, y ese mismo día yo empecé un seminario de dinámica de grupos en la misma casa. A última hora de la tarde, algunas personas corrían por los pasillos buscando y llamando en voz alta a algunos participantes del sínodo. Muchos de ellos se habían marchado antes de tiempo y el sínodo ya no alcanzaba el quórum.
¿Fue una simple casualidad? Quizás. A pesar de todo sabemos que muchos cristianos ya no quieren participar cuando se negocia la renovación de la Iglesia; se han cansado y se retiran. Hace unos años, nuestras expectativas eran más optimistas. En aquella época habíamos puesto grandes esperanzas en el diálogo, y experimentábamos con nuevas estructuras que pudieran facilitarlo.
Estas esperanzas no se cumplieron. Muchas formas de organización del Posconcilio se han convertido en ejercicios obligatorios sin ninguna fuerza recreadora. Las concesiones a la forma externa no bastaron para apaciguar el miedo ante las consecuencias de un diálogo sin miramientos. Ya que en los odres nuevos de las estructuras mejoradas seguimos encontrando el vino viejo de la intimidación y del paternalismo mutuos.
Preguntémonos por un momento: ¿dónde se encuentran los grupos eclesiales en los que podríamos osar hablar de nuestra experiencia y de nuestras dudas personales en la fe, sin tener que temer que alguien se levante y sospeche de nuestra vivencia más personal, o incluso la niegue? ¿Cuántas veces tenemos que ver a cristianos que desconciertan a otros con su asombro despectivo, que se sonríen con superioridad o reaccionan con indignación cuando otro comenta algo personal, que se incapacitan mutuamente alegando autoridades y citando como excusa dogmas y leyes? Al final ya no nos atrevemos a fiarnos de nuestra vivencia personal, ni confiamos en que Dios se manifieste y actúe justamente en la experiencia de cada uno de nosotros. Así preferimos refugiarnos en debates sobre estructuras ideales, conjurando nuestra responsabilidad personal con ideologías. Mutuamente nos amonestamos, juzgamos y amenazamos con criterios que no se fundamentan en nuestra propia vivencia. Por tanto, tampoco es de extrañar que nuestras largas discusiones acaben degenerando en fórmulas vacías, en exigencias sin compromiso, en leyes muertas y en una resignación generalizada.