La vuelta
Alguien nace en su familia, en su país y su cultura, y ya de niño oye quién, hace tiempo, fue su modelo y su maestro, y siente el profundo anhelo de hacerse y de ser como aquél. Se une a un grupo de iguales, se ejercita en una disciplina de largos años, y sigue al gran modelo hasta ser idéntico a él, y pensar y hablar y sentir como él.
Pero una cosa, piensa, aún le falta. Así emprende un largo camino para, quizás, aún superar en la soledad más lejana una última frontera. Pasa por jardines antiguos, desde hace tiempo abandonados. Aún florecen rosas silvestres y altos árboles traen su fruto cada año, pero éste cae al suelo sin cuidado por no haber nadie que lo quiera. Después comienza el desierto.
Pronto le rodea un vacío desconocido. Le parece como si aquí cualquier rumbo fuera indiferente, y también las imágenes, que a veces ve delante de sí, pronto se muestran vacías. Camina siguiendo su impulso, y cuando ya hace tiempo que no se fía de sus sentidos, de repente ve el manantial: brota de la tierra, y la tierra lo vuelve a recibir. Pero allí donde su agua llega, el desierto se convierte en un paraíso.
Al mirar a su alrededor, ve a dos desconocidos que se acercan. Ellos hicieron lo mismo que él: como él emprendieron un largo camino para, quizás, aún superar en la soledad del desierto una última frontera; y encontraron, como él, el manantial. Juntos se agachan, beben de la misma agua, y ya creen la meta casi conseguida. Después, se confían sus nombres:
— Yo soy Gotama, el Buda.
— Yo soy Jesús, el Cristo.
— Yo soy Mahoma, el Profeta.
Después, llega la noche y encima de ellos, como siempre, destellan las estrellas, inalcanzables en su lejanía y en su quietud. Todos enmudecen, y uno de los tres se sabe cerca de su gran modelo como nunca. Le parece como si por un momento pudiera intuir cómo se sentía cuando lo supo: la impotencia, la inutilidad, la humildad, y cómo debería sentirse si también conociera la culpa.
A la mañana siguiente, da la vuelta y sale salvo del desierto.
Una vez más su camino le lleva por los jardines abandonados, hasta acabar en uno que es el suyo. Delante de la entrada se encuentra un hombre mayor, como si lo hubiera estado esperando. Le dice:
— Quien, como tú, de tan lejos encontró el camino de vuelta, ama la tierra húmeda. Sabe que todo, si crece, también muere, y si acaba, también nutre.
— Sí —responde el otro— estoy de acuerdo con la Ley de la Tierra.
Y empieza a trabajarla.