La experiencia
Todo esto parece contradecir el hecho de que los seguidores de la autoridad religiosa justamente no se remonten a su experiencia personal, sino a la revelación divina y al dogma y a la ley de la Iglesia. Pero cuando indagamos sin prejuicios, cuando nos preguntamos: ¿Cómo se realiza la revelación divina? ¿Cómo se llega a la proclamación de un dogma y de una ley divina? ¿Cómo se crea un derecho religioso sobre otros?, también aquí nos topamos con experiencias personales, y nada más que experiencias personales. Ya que toda revelación religiosa se muestra como una experiencia personal comunicada a otros, y los dogmas y leyes religiosos, en un principio no eran más que las interpretaciones y aplicaciones personales de experiencias de este tipo. En ningún caso, la revelación, el dogma y la ley eclesiales, o el derecho de una autoridad religiosa sobrepasan el ámbito de la experiencia personal de una forma verificable para otros. Por tanto, cuando una persona se refiere a la revelación, al dogma, a la ley divina, o a cualquier otra autoridad religiosa, en realidad no se refiere a nada que más allá de la experiencia personal sea cierto y seguro. En todos estos casos se refiere únicamente a su experiencia personal.
Esto tiene consecuencias. Cuando la revelación, el dogma, la ley y toda autoridad religiosa son expresión de una experiencia personal, únicamente pueden ser fidedignas y vinculantes para otros en la medida en que su pretensión encuentre una resonancia en la experiencia personal de su interlocutor y que éste, por su propia experiencia, la experimente como válida. Ya que si el uno puede fiarse de su experiencia personal, el otro también tiene el mismo derecho. Y aún más: si en cuestiones de fe me veo relegado a la experiencia personal, la experiencia verdaderamente decisiva es la mía propia y no la de otro. Eso no significa que las experiencias religiosas de los demás no tengan ninguna importancia para mí, ¡todo lo contrario! Las experiencias de los demás son un impulso para mi propia experiencia, la corrigen y la enriquecen. Pero eso no quiere decir que alguien me pueda obligar a asumir su experiencia sin más. Únicamente puedo actuar de forma responsable basándome en mi propia experiencia. La de otra persona sólo se convierte en vinculante para mí cuando se me confirma por mi propia experiencia. Por tanto, cuando bajo mi propia responsabilidad creo en un mensaje religioso y me someto a él, lo decisivo para mí es el efecto que este mensaje desencadenó en mí. Así, en un primer lugar y ante todo me fío de mi propia experiencia.
Los límites de la experiencia
En este punto es fácil objetar que la propia experiencia muchas veces engaña. Es cierto. Cuán poco me puedo fiar de ella ya se me demuestra por el hecho de que la experiencia progresa y mis opiniones también cambian de acuerdo con su desarrollo. Lo que antes era importante, más tarde quizás lo abandone. A pesar de todo, en cuestiones de fe me veo remitido a esa experiencia personal, y sólo a ella. Ya que, si ella es insegura, también lo es la de los demás; y si mi experiencia no puede ser definitiva, porque constantemente va cambiando y progresando, tampoco la de los demás es invariablemente segura. Tampoco me sirve que otra persona alegue su mayor experiencia. Yo tengo que tomar mis decisiones sobre la base de mi experiencia actual, porque ésta es la única de que dispongo y porque únicamente de ella puedo hacerme responsable. Por tanto, por muy insegura que sea la experiencia personal, ella es lo más seguro que se puede tener.