El riesgo
¡Me puede ocurrir muchísimo!, creo yo. En el seno de la Iglesia, como institución, el discurso personal sobre la fe es un riesgo. Ya que en este discurso tengo que comprometerme enteramente y estoy en juego yo mismo.
Sobre todo, arriesgo mi relación con la Iglesia. Ya que los superiores de la Iglesia se adjudican el derecho de medir mi experiencia con el baremo de su propia experiencia. Así pueden rechazar mi experiencia declarándola peligrosa e incluso errónea. Pueden exigirme que niegue mi propia experiencia y que desista de mis preguntas y de mi búsqueda, a no ser que ésta se mueva en una dirección previamente establecida por ellos. Como medida extrema pueden reprenderme públicamente y excluirme de la Iglesia visible. Quizás, en un caso concreto, los superiores de la Iglesia no hagan uso de este derecho; pero con suma facilidad aparecerán otros miembros de la Iglesia que, bajo la protección de la autoridad y con referencia a ella, se ocupen de juzgar la expresión de mi experiencia, intimidándome y amenazándome si esta experiencia mía no concuerda con la suya. Por tanto, apenas existe un grupo eclesial que me permita librarme de esta presión; y por el mismo motivo, tan pocas veces encontramos un diálogo verdaderamente abierto en la Iglesia.
En la Iglesia veo que también otros se sienten responsables de mi relación con Dios. Así hay padres y pastores, curas, maestros, jueces y muchos otros que, con una naturalidad casi ingenua, se sienten con el derecho de intervenir en mi vida en nombre de Dios, de decirme de forma determinante y autoritaria quién es Dios, cuál es su voluntad y cómo juzga. No obstante, no puedo ver que ellos tengan a su alcance más medios que yo. También ellos no pueden alegar más que su propia experiencia personal; también para ellos, Dios habita en la luz impenetrable.