Primera Parte

Mía es la venganza: yo daré el pago merecido.

(Nuevo Testamento, Rom. 12,19)

I

TODAS las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera.

Todo estaba trastornado en la casa de los Oblonski. Habiendo sabido la princesa que su esposo tenía relaciones amorosas con una institutriz francesa recientemente despedida, declaró que no quería ya vivir bajo el mismo techo.

Esta situación se prolongaba, produciendo disgusto desde hacía tres días no solo a los cónyuges y a todos los individuos de la familia, sino también a los criados. Todos comprendían que ya no tenía sentido la convivencia, que eran más cordiales las relaciones entre personas reunidas por la casualidad en una posada, que no entre las que habitaban en aquel momento la casa de los Oblonski. La señora no salía de sus habitaciones; el marido llevaba fuera ya dos días; los niños corrían abandonados de una habitación a otra; el aya inglesa acababa de escribir a una amiga suya encargando que le buscase casa a consecuencia de una disputa con la administradora; el cocinero había abandonado la casa la víspera, precisamente a la hora de comer; y la cocinera y el cochero pedían su cuenta.

Tres días después de la cuestión promovida con su esposa, el príncipe Stepán Arkádich Oblonski, Stiva, según se le llamaba en sociedad, despertó a su hora de costumbre, es decir, a las ocho de la mañana, no en su alcoba, sino en su despacho, en un diván de tafilete; se volvió del otro lado para continuar su sueño, rodeó la almohada con ambos brazos, apoyando en ella la mejilla, e incorporándose después de improviso, se sentó y abrió los ojos.

«Sí, sí, ¿cómo sucedía aquello? —pensó, tratando de recordar lo que soñaba—. ¿Cómo era? Sí, Alabin daba una comida en Darmstadt; no, no, en Darmstadt, no… Había algo americano; sí… Darmstadt estaba en América; Alabin obsequiaba con un banquete en mesas de cristal, y estas cantaban Il mio tesoro; aún había algo mejor…, unas botellitas que eran mujeres.»

Los ojos de Stepán Arkádich brillaron de alegría, y se dijo sonriendo: «Sí, era agradable, muy agradable; pero esto no se cuenta con palabras ni se explica tampoco cuando se está despierto». Y observando un rayo de luz que penetraba en la habitación a través de la cortina, puso los pies en tierra y buscó como de costumbre sus zapatillas de marroquí bordado de oro, regalo de su esposa el día de su santo; y siempre bajo el imperio de una costumbre de nueve años, alargó el brazo sin levantarse para tomar su bata del sitio en que solía estar colgada. Solo entonces recordó cómo y por qué no estaba en su alcoba; la sonrisa desapareció de sus labios y frunció el entrecejo. «¡Ah, ah!», murmuró, recordando lo que había pasado; y mentalmente se representó todos los detalles de la escena ocurrida con su esposa y esa situación sin salida, y lo mas terrible, la propia culpa de él.

«No, ella no me perdonará ni puede perdonarme; y lo más terrible es que, a pesar de ser yo causa de todo, no soy, sin embargo, culpable. He aquí el drama… ¡Ah, ah, ah!…» Y en su desesperación recordaba todas las impresiones penosas que le produjera aquella escena.

Lo más desagradable había sido el primer momento, cuando al volver del teatro, alegre y feliz, con una enorme pera en la mano para su esposa, no encontró a esta última en el salón. Extrañando la ausencia, buscó a su mujer en el gabinete, y la halló por fin en su alcoba, con el fatal billete que le revelara todo, entre las manos.

La buena Dolli, mujer a quien preocupaban mucho los quehaceres domésticos, y poco perspicaz, en concepto de su esposo, estaba sentada, con la carta en la mano, y lo miraba con expresión desesperada, de terror e indignación a la vez.

—¿Qué es eso? —preguntó a Stepán, señalando el papel.

Como sucede a menudo, no era el hecho mismo lo que le atormentaba, sino la manera de contestar a su esposa. A semejanza de aquellas personas que se ven complicadas en un asunto feo sin sospecharlo, no había sabido comunicar a su fisonomía una expresión conforme con el caso en que se hallaba; y en vez de darse por ofendido, de negar, de justificarse, de pedir perdón o mostrar indiferencia, lo cual hubiera sido mucho mejor, su rostro tomó, sin que él pudiese remediarlo («acción refleja», pensó Stepán Arkádich, muy aficionado a la fisiología), un aire risueño, con su acostumbrada sonrisa bonachona, que necesariamente debía ser tonta.

Esta sonrisa necia era la que Stepán no se podía perdonar. Dolli se había estremecido al observarla, como sobrecogida de un dolor físico, y después, con su acostumbrado arrebato, acogió a su esposo con un diluvio de palabras amargas y fue a refugiarse en su habitación, negándose desde entonces a verlo más.

«La culpa es de esa necia sonrisa —pensaba Stepán Arkádich—. ¿Qué hacer, qué hacer?», repetía con desesperación, sin hallar una respuesta.

Ana Karenina
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