XXXII

HE aquí lo que la princesa había averiguado respecto a Váreñka y a sus relaciones con la señora Shtal. Esta última, enfermiza y exaltada, a quien los unos acusaban de haber sido el tormento de su esposo por su mala conducta, mientras que otros sostenían que el marido fue quien la hizo desgraciada, había dado a luz un niño poco después de su divorcio, pero la criatura murió al nacer. La familia de la señora Shtal, conociendo su sensibilidad y temerosa de que la noticia le ocasionara la muerte, había sustituido el niño muerto con la hija de un cocinero de la corte, nacida la misma noche y en la misma casa, en San Petersburgo: era Váreñka. La señora Shtal supo después que la niña no era suya, pero se quedó con ella, tanto más cuanto que la muerte de varios parientes de la criatura la dejaban casi huérfana.

Hacía más de diez años que la señora Shtal vivía en el extranjero, en el sur, guardando reposo casi siempre. Los unos decían que tenía en el mundo fama de caritativa y piadosa; y los otros la juzgaban como un ser superior que solo vivía para las buenas obras, asegurando que era realmente lo que parecía ser. Se ignoraba si era católica, protestante u ortodoxa, pero se sabía que estaba en relaciones con las notabilidades de todas las iglesias.

Váreñka vivía siempre con ella y todos los que conocían a m-me Shtal, conocían y querían a m-lle Váreñka, como la solían llamar.

Cuando la princesa conoció todos aquellos detalles, no vio ningún inconveniente en que su hija trabara amistad con Váreñka, tanto más cuanto los modales y educación de esta eran excelentes; hablaba a la perfección el inglés y el francés. Y, lo que a juicio de la princesa era fundamental, Váreñka le había transmitido de parte de la señora Shtal su pesar por no poder visitarla a causa de su enfermedad.

Kiti se aficionó cada vez más a su amiga, en la cual descubría diariamente alguna buena cualidad. Habiendo sabido la princesa que Váreñka cantaba, le suplicó que fuese a verla alguna noche.

—Mi hija toca el piano, y aunque el instrumento es malísimo, nos complacería mucho oírla a usted —dijo la princesa con su sonrisa forzada, lo cual desagradó particularmente a Kiti en aquel momento, ya que había observado que Váreñka no sentía deseos de cantar.

Váreñka se presentó el mismo día con su partitura, y encontró reunidos a María Ievguiénievna, la princesa, Kiti y el coronel; pero se manifestó indiferente a la presencia de estas personas extrañas y se acercó al piano sin hacerse rogar. No sabía acompañarse, pero leía las notas a la perfección. Kiti, como tocaba muy bien el piano, la acompañaba.

—Tiene usted un talento notable —dijo la princesa cuando Váreñka hubo terminado la primera parte, que cantó con exquisito gusto.

María Ievguiénievna y su hija cumplimentaron también a la joven, dándole las gracias.

—Vea usted cómo atrae al público —dijo el coronel que miraba por la ventana.

En efecto, se habían reunido muchas personas delante de la casa.

—Me alegro mucho haber complacido a ustedes —contestó Váreñka simplemente.

Kiti miraba a su amiga con orgullo, admiraba su talento, su voz, toda su persona, pero particularmente su expresión; era evidente que Váreñka no apreciaba su propio mérito ni los cumplidos que le dirigían.

«¡Qué orgullosa estaría yo en su lugar —pensaba Kiti— y cómo me gustaría ver a toda esa gente delante de la ventana! A ella parece a serle del todo igual. Solo la mueve el deseo de no rechazar y complacer a su maman. ¿Qué es lo que tiene? ¿De dónde saca esa fuerza de prescindir de todos y permanecer independiente y serena? ¡Cómo me gustaría saberlo y aprenderlo de ella!»

Así pensaba Kiti, observando la expresión muy serena de su amiga.

La princesa rogó a Váreñka que cantase alguna otra cosa, y la joven lo hizo con igual perfección que la primera vez.

La composición, que seguía en el cuaderno era un aire italiano. Kiti tocó el preludio y se volvió hacia su amiga.

—Pasemos adelante —dijo Váreñka, ruborizándose.

Kiti corrió algunas hojas, fijando en la joven una mirada interrogadora, y suponiendo que trataba de evitar un recuerdo penoso.

—No —dijo después Váreñka, como si cambiase de parecer—; toque usted ese aire italiano.

Y cantó con tanta tranquilidad como antes.

Cuando hubo concluido, todos le dieron las gracias de nuevo y salieron del salón para tomar el té. Kiti y Váreñka bajaron al jardín.

—Sin duda, ese arte italiano evoca en usted algún recuerdo —le dijo Kiti—. Dígame solo si es verdad.

—¿Por qué no he de explicárselo? —repuso tranquilamente Váreñka—. Sí, es un recuerdo doloroso, porque quise mucho a una persona. Le solía cantar esa melodía.

Kiti miraba de hito en hito a Váreñka, sin decir palabra.

—Yo lo quise —dijo la joven—, y era correspondida; pero su madre se opuso a nuestro enlace, y se casó con otra. Ahora reside cerca de aquí y lo veo algunas veces. ¿Pensaba usted que no tenía yo también mi historia?

Cuando dijo eso, se reflejó en su rostro un débil resplandor, que, según pensó Kiti, en otros tiempos debía iluminarlo todo por completo.

—¡Debí haberlo imaginado! —repuso esta última—. Si yo hubiese sido hombre no habría amado a nadie después de verla a usted; lo que no concibo es que pudiera él olvidarla y hacerla desgraciada para obedecer a su madre, no tendría corazón.

—Al contrario, es un hombre excelente; y en cuanto a mi, no soy desgraciada; al contrario, me siento muy feliz. Vamos, ¿no cantamos más hoy? —añadió, dirigiéndose a la casa.

—¡Qué buena es usted! —exclamó Kiti, deteniéndola para darle un beso—. ¡Cuánto daría por parecerme un poco!

—¿Para qué? —replicó Váreñka, sonriendo dulcemente—. Bien está usted siendo lo que es.

—No, yo no soy buena… Vamos, dígame usted… Siéntese un ratito más —añadió Kiti, deteniendo a su amiga— y explíqueme cómo no puede serle ofensiva la idea de que un hombre haya despreciado su amor.

—No lo ha despreciado; estoy segura de que me quería, pero era un hijo sumiso…

—¿Y si no hubiera obrado así para obedecer a su madre y solo por su propia voluntad? —preguntó Kiti, comprendiendo que estas palabras revelaban su secreto, así como el ardiente rubor que coloreaba sus mejillas.

—En tal caso, habría obrado mal, y no pensaría en él —contestó Váreñka, comprendiendo que ya no se trataba de ella, sino de su amiga.

—¿Y el insulto? —replicó Kiti, recordando aquella mirada suya en el último baile, cuando se paró la música—. ¿Se puede olvidar? Esto es imposible.

—¿Qué insulto? Usted no habrá hecho nada malo…

—Sí, porque me he humillado…

—¿Y en qué se ha humillado usted? —repuso Váreñka, moviendo la cabeza y apoyando su mano en la de su amiga—. Supongo que no habrá declarado usted su amor a un hombre que le mostraba indiferencia.

—Ciertamente que no; jamás le dije una palabra, pero él lo sabía. Hay miradas y ademanes… No, no, aunque viviera cien años no lo olvidaría.

—Pues no comprendo; se trata solo de saber si lo quiere usted todavía —repuso Váreñka, que lo decía todo claramente.

—Lo odio; no podría perdonarlo…

—¿Pues de qué se queja usted?

—¡La humillación, la afrenta!

—¡Dios mío, si todas fueran tan sensibles como usted! No hay joven a quien no haya sucedido alguna cosa parecida. Todo esto tiene poca importancia.

—¿Pues qué es importante? —preguntó Kiti, con creciente curiosidad.

—Muchas cosas —contestó Váreñka, sonriendo.

—Pero diga usted.

—Repito que hay muchas cosas de más importancia —replicó la joven, sin saber qué contestar en el momento.

En aquel instante la princesa gritó por la ventana:

—Kiti, hace fresco; ponte un chal o entra.

—Ya es tiempo de retirarme —dijo Váreñka, levantándose—; debo ir a ver a madame Berthe.

Kiti seguía interrogando a su amiga con una mirada de súplica, que parecía decir: «¿Qué es más importante? ¿Cómo se obtiene la calma? Usted que lo sabe, dígamelo».

Pero Váreñka no comprendía aquel lenguaje mudo; solo recordaba que era preciso ir a ver a la señorita Berta y estar en casa a medianoche para tomar el té con maman.

Volvió a entrar en la habitación para recoger sus papeles de música, y habiéndose despedido de cada uno, se dispuso a marchar.

—¿Permitirá usted que la acompañe? —dijo el coronel.

—Ciertamente, ¿cómo ha de volver sola de noche? —dijo la princesa—. Por lo menos mandaré a Parasha.

Kiti observó que Váreñka reprimía una sonrisa al pensar que se tratase de acompañarla.

—Siempre voy sola y nunca me ha sucedido nada —dijo tomando su sombrero.

Y después de darle otro beso a Kiti, sin decirle «lo que era importante», se alejó con paso firme y desapareció en la semioscuridad de una noche de verano, llevando consigo el secreto de su dignidad y de su tranquilidad envidiable.

Ana Karenina
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