III

KITI había observado el pasajero enojo que reveló la fisonomía de su marido, y, por tanto, se alegró de verse sola con él un momento. Avanzaron por el camino cubierto de polvo, sembrado de espigas y de grano, y Lievin olvidó pronto la impresión penosa que antes experimentaba, para disfrutar del pensamiento puro, tan nuevo aún, que le producía la presencia de su amada esposa. Sin tener nada que decirle, deseaba oír el sonido de su voz y ver sus ojos, a los que su estado comunicaba una expresión particular de dulzura y gravedad:

—Apóyate en mí —le dijo— y no te cansarás tanto.

—¡Cómo me alegro de estar un momento sola contigo! —repuso Kiti. Amo a los míos, pero echo de menos nuestras veladas solitarias. ¿Sabes de qué hablábamos cuando llegaste?

—Creo que de las confituras.

—Sí, pero también de las demandas de casamiento de Serguiéi y de Váreñka. ¿Los has observado? ¿Qué te parece? —añadió, mirando a su esposo con la mayor atención.

—No sé qué pensar; Serguiéi me ha extrañado siempre. Ya recordarás que en otro tiempo estuvo enamorado de una joven que desdichadamente murió; esta es una de esas reminiscencias de la infancia; y desde aquella época creo que las mujeres no existen para él.

—¿Y Váreñka?

—Tal vez…, no sé… Serguiéi es un hombre que solo vive una vida espiritual. Tiene un alma demasiado pura y elevada.

—¿Pero en qué puede rebajarle ese sentimiento?

—No le rebajaría. Pero él está habituado a llevar una existencia puramente espiritual; no sabría conformarse con la realidad, y Váreñka, al fin y al cabo, es una realidad…

Levin se había acostumbrado ahora a expresar directamente sus pensamientos sin preocuparse de revestirlos de palabras precisas. Sabía que su mujer, en momentos llenos de amor como este, le entendía con medias palabras. Y efectivamente, Kiti lo comprendió.

—Oh, no, Váreñka no representa tanta realidad como yo. Comprendo que una mujer como yo no puede gustarle a tu hermano. Y ella toda es tan espiritual…

—No, él te quiere mucho y a mí me agrada mucho que los míos te quieran.

—Sí, es muy bueno conmigo, pero…

—Pero no como el difunto Nikóleñka. Llegasteis a quereros mucho —concluyó Levin. Y añadió—: ¿Por qué no confesarlo? A veces me reprocho al pensar que acabaré olvidándolo. ¡Qué hombre tan admirable y tan terrible era mi hermano! Sí… Y ¿de qué hablábamos? —preguntó tras un silencio.

—¿Crees tú que no es capaz de enamorarse? —preguntó Kiti, expresando a su manera la idea de su esposo.

—No es que sea capaz —dijo Levin sonriendo—. No tiene esa debilidad que hace falta para enamorarse… Siempre le tenía envidia, incluso ahora, cuando estoy tan feliz, lo envidio.

—¿Lo envidias porque no puede enamorarse?

—Lo envidio porque es mejor que yo. No vive para sí mismo. El deber es el que lo guía, y por consiguiente puede vivir satisfecho y tranquilo.

—¿Y tú, por qué estarías descontento de ti?

Kiti preguntó esto con una sonrisa irónica y cariñosa, sabiendo que la última conclusión de su marido, que le admiraba a su hermano y se sentía inferior que él, no fue del todo sincera. Conocía bien la causa de esa insinceridad: Levin amaba a su hermano y se sentía culpable por ser demasiado feliz, a eso se añadía su incesable deseo de mejorarse; eso le gustaba mucho a Kiti y de allí venía aquella sonrisa.

—¿Por qué estás descontento? —repitió con la misma sonrisa. La incredulidad de ella respecto a su satisfacción alegraba a Levin, porque involuntariamente le obligaba a exponer las causas de su descontento.

—Soy feliz, pero no estoy contento conmigo mismo.

—¿Cómo es posible no estar contento si eres feliz?

—A ver cómo te lo explico… Lo único que deseo en este instante es que no des ningún paso en falso. Kiti, ¡cuidado! ¡No se puede saltar así! —interrumpió, regañándola por hacer un movimiento brusco al sobrepasar una rama seca que se les encontró por el camino—. Cuando pienso en mí mismo y me comparo con otros, particularmente con mi hermano, reconozco toda mi inferioridad.

—Pero ¿no piensas siempre en tu prójimo, en tu explotación y en tus libros?

—Lo hago superficialmente, cual si fuese una tarea de que quisiera librarme. ¡Ah, si pudiese amar mis deberes como te amo a ti! ¡Tú eres la culpable!

—Entonces, ¿qué dirás de papá? —preguntó Kiti—. No debe de valer nada tampoco, puesto que no ha hecho nada para el bien público.

—¿Él? No. ¿Pero acaso tengo yo la bondad, la sencillez, la claridad de ideas de tu padre? Yo, al no hacer nada, me atormento. ¡Y todo eso te lo debo a ti! Cuando tú no estabas, cuando todavía no existía esto —dijo Levin, indicando con una mirada el vientre de Kiti, lo que ella comprendió en seguida— todas mis fuerzas se empleaban en mi actividad, pero ahora no puedo hacerlo y me avergüenzo de ello. Lo hago todo como quien recita una lección, finjo…

—¿Quisieras cambiarte por Serguiéi y no amar ya más que tus deberes y el bien general?

—Ciertamente que no, pero te advertiré que soy demasiado feliz para razonar bien… ¿Crees que se declarará hoy? —preguntó después de una pausa.

—Y sí, y no. Pero me alegraría mucho. ¡Ah! Espera —se inclinó y recogió una margarita silvestre del borde del camino—. Vamos a ver, se declara, no se declara —dijo entregándole la flor a Levin.

—Se declarará, no se declarará… —decía él deshojando los pétalos blancos y estrechos.

—No, no vale —Kiti le detuvo, cogiéndole de la mano: observaba con emoción los movimientos de sus dedos—. ¡Has arrancado dos pétalos a la vez!

—Entonces este pequeño no cuenta —dijo él, arrancando uno pequeñito apenas crecido. ¡Ah! Ahí tienes nuestro vehículo, que nos alcanza.

—Kiti —gritó la princesa—, ¿no estás cansada?

—En absoluto, mamá.

El paseo continuó a pie.

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