XXVIII

EL tiempo estaba sereno; pero una menuda lluvia, que había caído por la mañana, hacía brillar aún a los rayos del sol los tejados de las casas, las piedras de las aceras y el cuero de los coches: eran las tres de la tarde, la hora más animada del día.

Anna, suavemente mecida en su carretela, tirada por dos trotones grises, juzgó de una manera distinta su situación al repasar al aire libre los incidentes de los últimos días. La idea de la muerte no la espantó ya tanto, y al mismo tiempo no le pareció tan inevitable; pero se echó en cara la humillación a que se había sometido. «¿Por qué acusarme como lo he hecho? Le ruego perdonarme, me someto a él. ¿Por qué? —se preguntó—. ¿No puedo vivir sin él?», y dejando esta pregunta sin contestar, comenzó a leer las muestras de las tiendas. «Sí —continuó—, quiero confesar todo a Dolli; ella no quiere a Vronski y será duro decírselo todo; pero lo haré; me ama y seguiré su consejo. No permitiré que se me trate como a una niña.» Al pasar por delante de una tienda leyó en la muestra Filíppov, e interrumpiendo el hilo de sus ideas, se dijo: «Aseguran que este fabricante envía sus géneros a San Petersburgo; el agua de Moscú es buena, y los pozos de Mytischi…». Esto le hizo recordar que había pasado por aquella localidad en otro tiempo, al dirigirse en peregrinación con su tía al convento de Troitsk. «En aquella época se iba en coche. ¿Era yo verdaderamente aquella de las manos coloradas? ¡Cuántas cosas que entonces consideraba como sueños de felicidad irrealizables me parecen míseras ahora! ¡Ningún poder humano me podría volver a la inocencia de entonces! ¡Quién me hubiera dicho que iba a envilecerme así!… Mi carta será para él un triunfo. ¡Dios mío, qué mal huele la pintura de esa tienda! ¿Por qué ese continuo empeño de construir y pintar?»

De pronto la saludó un transeúnte, que era el marido de Ánnushka, «Nuestros parásitos, como dice Vronski. ¿Y por qué nuestros?… ¡Ah, si se pudiese arrancar el pasado con sus raíces! Pero esto es imposible; cuando más, se puede aparentar que se olvida.» Al recordar su pasado con Alexiéi Alexándrovich, vio, sin embargo, que había dejado de pensar en él fácilmente. «Dolli no me dará la razón—se dijo—, puesto que es el segundo hombre de quien me separo. ¿Pretenderé yo tenerla?» Al dirigirse esta pregunta sintió deseos de llorar.

«¿Hablarán de amor esas jóvenes que se ríen? Sin duda no saben qué cosa tan triste es… He ahí niños que juegan a los caballos… ¡Querido Seriozha, aunque lo perdiese todo, no te volvería a encontrar! ¡Oh, si Vronski no viene, todo se ha perdido…, tal vez se le haya escapado el tren y le encontraré —en casa!… ¿Me humillaré todavía? No, voy a entrar en casa de Dolli y le diré que soy desgraciada, que sufro, que lo he merecido; pero que me ayude… —¡Oh, este coche con sus caballos le pertenece; horror me da ya servirme de él…; muy pronto no volveré a verlos más!»

Atormentándose de esta manera, Anna llegó a casa de Dolli y subió rápidamente la escalera.

—¿Hay gente? —preguntó en la antecámara.

—Ahí está Katerina Alexándrovna Liévina —contestó el criado.

«Kiti, esa Kiti de quien Vronski estaba enamorado —pensó Anna— y con la cual siente no haberse unido, al paso que deplora el día en que me conoció.»

Las dos hermanas hablaban sobre el niño de Kiti cuando les anunciaron la llegada de Anna; solo Dolli salió a recibirla en el salón.

—¿No te marchas aún? —le preguntó—. Hoy mismo pensaba ir a tu casa, pues he recibido carta de Stiva.

—Y nosotros un telegrama —contestó Anna, volviéndose para ver si Kiti venía.

—Me dice que no comprende nada de lo que Alexiéi Alexándrovich quiere; pero no volverá sin obtener una contestación definitiva.

—¿Tienes gente?

—Sí, está Kiti —contestó Dolli, algo confusa—; ha ido a la habitación de los niños; ya sabrás que ha salido del paso.

—Sí. ¿Puedes enseñarme la carta de Stepán?

—Seguramente… Alexiéi Alexándrovich no rehusa; lejos de ello, Stiva tiene esperanzas —dijo Dolli, deteniéndose en el umbral de la puerta.

«No espero ni deseo nada. ¿Creerá Kiti rebajarse si me habla? —se preguntó Anna cuando estuvo sola—. Tal vez tenga razón; pero ella, que se enamoró de Vronski, no tiene derecho para darme lecciones. Bien sé que una mujer honrada no puede recibirme; por él lo he sacrificado todo, y esta es mi recompensa. ¡Ah, cómo lo odio! ¿Por qué habré venido aquí? Aún estoy peor que en mi casa.» En aquel momento oyó las voces de las dos hermanas en la habitación contigua. «¿Y qué voy a decir a Kiti? Kiti se regocijará de mi desgracia… Si tengo empeño en verla es para demostrarle que soy insensible a todo y que lo desprecio todo.»

Dolli entró con la carta; Anna la leyó rápidamente y se la devolvió.

—Ya lo sabía —dijo—; pero no me importa.

—¿Por qué? Pues yo tengo esperanzas —repuso Dolli, observando a su amiga con atención; jamás la había visto en semejante disposición de espíritu.

—¿Qué día marchas? —le preguntó.

Anna cerró los ojos a medias y no contestó.

—¿Tiene Kiti miedo de mí? —preguntó después de una pausa, dirigiendo una mirada hacia la puerta.

—¡Qué ocurrencia! Es que está dando el pecho ahora al niño y no sabe arreglarse bien…; ahora vendrá —dijo Dolli, a quien se le resistía mentir—. ¡Mira, ahí la tienes!

Kiti, efectivamente, no quería presentarse al saber que era Anna la que estaba allí, pero Dolli consiguió convencerla, y haciendo un esfuerzo entró en el salón; se acercó a Anna ruborizándose y le presentó la mano.

—Me alegro de verla —dijo con acento conmovido.

Y todas sus prevenciones contra aquella mala mujer se desvanecieron al contemplar el hermoso y simpático rostro de Anna.

—Me habría parecido natural que hubiera usted rehusado verme —dijo Anna—, pues ya estoy hecha a todo. Me han dicho que ha estado usted enferma, y efectivamente, la veo algo cambiada.

Kiti atribuyó el tono seco de Anna al disgusto que le producía su falsa situación y no pudo menos de experimentar un sentimiento compasivo.

Hablaron de la enfermedad de Kiti, de su niño y de Stiva; pero el espíritu de Anna estaba visiblemente en otra parte.

—He venido a despedirme —dijo a Dolli levantándose.

—¿Cuándo marchas?

Sin contestar, Anna se volvió hacia Kiti y le díjo sonriendo:

—Me alegro mucho de haber vuelto a verla, pues he oído hablar con frecuencia de usted aun a su mismo esposo. Sin duda sabrá usted ya que vino a verme, y, por cierto, que me agradó mucho —añadió con maligna intención—. ¿Dónde está?

—En el campo —contestó Kiti, ruborizándose.

—Dele usted las más afectuosas expresiones de mi parte, y no lo olvide.

—Así lo haré —dijo Kiti cándidamente, mirando a su interlocutora con aire compasivo.

—Adiós, Dolli —dijo Anna, besando a su amiga y estrechando la mano de Kiti, y después salió.

—Es tan seductora como antes —observó Kiti a su hermana cuando esta volvió a la habitación después de despedirse en la puerta—. ¡Y qué hermosa es! Sin embargo, veo en ella algo particular que entristece, sin saber por qué.

—A mí me parece que no se halla hoy en su estado normal; creí que iba a llorar en el recibidor.

Ana Karenina
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