XXIV
¿CÓMO ha ido en la comida? —preguntó Anna, saliendo al encuentro del conde con aire conciliador.
—Poco más o menos como siempre —contestó Vronski, observando al punto aquella favorable disposición de espíritu. Ya se había habituado a los cambios del ánimo en Anna, y ahora su estado lo agradó especialmente, porque volvía de humor excelente. ¡Vaya, ya empaquetan! —exclamó al ver los cofres—. Me parece bien.
—Sí —contestó Anna—, más vale marcharnos; el paseo de esta mañana me ha hecho desear el campo otra vez; y por otra parte, nada tenemos que hacer aquí.
—No deseo otra cosa; haz servir el té mientras voy a mudarme; al instante vuelvo.
La aprobación relativa a la marcha se había dado con un tono de superioridad ofensivo; se hubiera dicho que el conde hablaba a una niña mimada a quien dispensase sus caprichos, y al pensar esto, se despertó otra vez en el corazón de Anna la necesidad de luchar. ¿Por qué se humillaba ante aquella arrogancia? Se contuvo, sin embargo, y cuando Vronski volvió, le refirió con calma los incidentes del día y sus planes de viaje.
—Creo que es una inspiración —dijo—; ¿para que vamos a esperar aquí el divorcio? Qué más da, aquí o en el campo. No es posible seguir esperando. No quiero oír más del divorcio, ni quiero vivir solo de esperanzas. He decidido que esto no tiene que afectar a mi vida. ¿No eres de mi parecer?
—Ciertamente —contestó Vronski, observando con inquietud la emoción de Anna.
—Cuéntame a tu vez —dijo esta— lo que ha pasado en vuestra comida.
—Ha sido muy buena —repuso el conde, citando los nombres de los convidados—; después hemos ido a ver las regatas, y como siempre se halla en Moscú el medio de ponerse en ridículo, nos han enseñado a la profesora de natación de la reina de Suecia.
—¡Cómo! ¿Y ha nadado delante de vosotros? —preguntó Anna, cuya frente se oscureció de pronto.
—Sí, y con un espantoso traje rojo de natation; estaba horrible. ¿Qué día nos vamos?
—¿Se podrá imaginar cosa más estúpida? ¿Hay algo de especial en su manera de nadar?
—Nada de eso; era verdaderamente absurdo. ¿Has fijado ya el día de la marcha? ¿Cuándo será?
Anna movió la cabeza como para desechar una idea tenaz.
—Cuanto antes mejor; temo no estar dispuesta para mañana, pero sí para el día siguiente.
—Pasado mañana es domingo y deberé ir a ver a mi madre.
Vronski se turbó involuntariamente al observar la mirada recelosa de Anna fija en él, y esta turbación aumentó la desconfianza de aquella. Olvidando a la profesora de natación de la reina de Suecia, Anna no se preocupó más que de la princesa Sorókina, que habitaba en los alrededores de Moscú con la anciana condesa.
—¿No puedes ir mañana? —preguntó.
—Es imposible, pues debo exigir a mi madre que firme una procuración y recoger el dinero que debe darme.
—Pues entonces no nos marcharemos.
—¿Por qué?
—El lunes o nunca.
—¡Pero esto no tiene sentido común! —exclamó Vronski con asombro.
—Para ti, porque solo piensas en tus cosas y no quieres comprender lo que sufro en esta casa. Hanna era la única persona que me inspiraba interés, y has hallado medio de acusarme de hipocresía respecto a ella diciéndome que albergo sentimientos que no tienen nada de natural. Quisiera saber lo que puede ser natural en mi género de vida.
Anna se atemorizó de su violencia, y no tenía, sin embargo, suficiente dominio sobre sí para resistir a la tentación de echarle en cara sus errores.
—Tú no me has entendido —replicó Vronski—; he querido decir que esa repentina ternura no me agradaba.
—No es cierto; y para aquel que se precia de su rectitud…
—No tengo costumbre de preciarme de mentir —repuso Vronski, reprimiendo la cólera que rugía en su interior—, y siento mucho que no respetes…
—El respeto se ha inventado para disimular la falta de amor; y de consiguiente, si no me amas ya, sería más leal que me lo confesaras.
—¡Vamos, esto es intolerable! —gritó el conde, acercándose a Anna bruscamente—. Mi paciencia tiene límites, y no veo por qué has de ponerla a prueba —añadió, conteniendo las amargas palabras que estaba a punto de pronunciar.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Anna al observar la mirada de odio de su amante.
—Yo soy quien preguntaría qué pretende usted de mí.
—¿Qué puedo yo pretender sino que no se me abandone, como tiene usted intención de hacerlo? Por lo demás, la cuestión es secundaria; quiero ser amada, y si usted no me ama ya, hemos concluido.
Así diciendo, se dirigió hacia la puerta.
—Espera —dijo Vronski, reteniéndola por el brazo—. ¿De qué se trata entre nosotros? Yo pido solo que nos marchemos de aquí a tres días y tú contestas que miento y que soy un mal hombre.
—Sí, y lo repito; un hombre que me echa en cara los sacrificios que hizo por mí —era una alusión a pasadas quejas—; es más que malo, es un hombre sin corazón.
—Decididamente se me acaba la paciencia —exclamó Vronski, soltando de pronto su brazo.
Y la dejó salir.
«Me odia, esto está claro», se dijo ella. Y sin decir ni una palabra más ni volver la cabeza, y con pasos vacilantes, salió de la habitación.
«Ama a otra mujer. Esto es evidente», se decía entrando en su cuarto. «Quiero amor y no lo encuentro. Es decir, que ya ha terminado todo entre nosotros y tengo que poner fin de una vez. Pero ¿cómo?», se preguntó, sentándose en una butaca ante el espejo.
Los pensamientos más contradictorios cruzaron por su mente. ¿Adónde ir? ¿A casa de su tía, que la había educado? ¿A casa de Dolli? ¿O simplemente al extranjero? ¿Seria definitivo este rompimiento? ¿Qué hacía Vronski en su gabinete? ¿Qué dirían Alexiéi Alexándrovich y la sociedad de San Petersburgo? De pronto germinó en su mente una idea que no podía formular; recordó unas palabras que había dicho a su esposo después de su enfermedad: «¡Por qué no habré muerto!». Y al punto estas palabras despertaron el sentimiento que en otra época expresaban. «¡Morir, sí; es el único medio de verme libre de todo: mi vergüenza, la deshonra de Karenin y de Seriozha; todo se borra con mi muerte; entonces me llorará, se arrepentirá, me compadecerá, sufrirá por mí y me amará!» Estaba sentada en la butaca con una sonrisa pasmada de compasión por sí misma, quitando y poniéndose las sortijas de su mano izquierda e imaginándose vivamente, cómo serían los sentimientos de Vronski después de su muerte.
Sus pasos acercándose a ella le hicieron gracia. No volvió la cabeza pretendiendo estar ocupada con colocar sus sortijas.
—Anna —dijo Vronski afectuosamente, cogiéndola de la mano—, estoy dispuesto a todo; marchemos pasado mañana.
Vronski había entrado muy despacio y le hablaba muy afectuosamente.
—¿Qué contestas? —añadió.
—Tú sabes —contestó Anna.
Y no pudiendo reprimir sus lágrimas, comenzó a llorar.
—¡Abandóname! —murmuró en medio de sus sollozos—. ¡Me iré, y aún haré más! ¿Qué soy yo? Una mujer perdida, una carga para ti. No quiero atormentarte más. Tú amas a otra y yo te dejaré libre.
Vronski le suplicó que se calmase, jurando que no había motivo para justificar sus celos, y diciendo que nunca había dejado de amarla, que la ama más que nunca, y siempre la seguirá amando.
—¿Por qué atormentarnos así? —le preguntó con ternura besándole las manos.
Anna creyó reconocer lágrimas en sus ojos y en su voz, y pasando súbitamente de los celos a la ternura más apasionada, cubrió de besos la cabeza el cuello y las manos de su amante.