VI

MIENTRAS los niños tomaban el té, las personas mayores se reunieron en el terrado, todos bajo la impresión de que había ocurrido un hecho importante, aunque negativo; mas para disimular la confusión general, se habló con forzada animación. Serguiéi Ivánovich y Váreñka parecían dos escolares suspendidos en los exámenes; Lievin y Kiti, más enamorados que nunca, estaban confusos de su felicidad, juzgándola como una alusión indiscreta a la torpeza de aquellos que no saben ser dichosos.

Stepán Arkádich, y tal vez el anciano príncipe, debían llegar en el tren de la noche.

—Alexandre no vendrá —decía la princesa—, pues pretende que no se debe entorpecer la libertad de dos jóvenes esposos.

—Papá nos ha abandonado, todavía no lo hemos visto —dijo Kiti—; pero no sé por qué nos considera como jóvenes casados, siendo ya antiguos esposos.

—Si papá no viene, me tendré que ir yo —dijo la princesa suspirando.

—Pero ¿por qué? —exclamaron sus hijas.

—Pensad que está solo. Ahora…

Y la voz de la princesa tembló. Las hijas se miraron y se callaron. «Mamá siempre encuentra algún motivo para estar triste», se dijeron con la mirada. Sabía que aunque estaba bien en Pokróvskoie, aunque sentía que allí la necesitaban, desde que la hija menor, la favorita de la familia, se casó, el nido había quedado vacío. La tristeza invadía a los viejos esposos.

—¿Qué sucede, Agafia Mijáilovna? —preguntó Kiti al ver a su lado a la anciana sirvienta con la expresión misteriosa y significante en el rostro.

—Lo de la cena.

—Yo ayudaré a Agafia Mijaílovna, usted no sé mueva —dijo Váreñka a Kiti, y salió.

—¡Qué muchacha más encantadora! —dijo la princesa.

—Es difícil encontrar otra igual.

—¿Dice usted que espera hoy a Stepán Arkádich? —dijo Serguiéi Ivánovich, que no deseaba continuar la conversación sobre Váreñka—. Es difícil encontrar dos cuñados menos parecidos. Uno, de carácter, se encuentra en sociedad como pez en el agua; el otro, nuestro Konstantín, es vivo, sensible, pero en sociedad o está callado, o se agita inútilmente como un pez en tierra.

—Es un imprudente —dijo la princesa, dirigiéndose a Serguiéi Ivánovich—. Quería pedirle a usted que hablara con él. Kiti no puede quedarse aquí en su estado, debe marchar a Moscú. Konstantín dice que se puede invitar a un médico.

Maman, hará lo que sea, está conforme con todo —dijo Kiti, irritada porque su madre explicaba aquello a Serguiéi Ivánovich.

El ruido de un coche en la avenida interrumpió la conversación.

—Es mi amigo Stepán —gritó Lievin—, y alguno va a su lado; debe de ser papá; corramos a su encuentro, Grisha.

Pero Lievin se engañaba: el compañero de Stepán Arkádich era un robusto mancebo que llevaba cubierta la cabeza con una gorra escocesa adornada de largas cintas flotantes; se llamaba Váseñka Veslovski, era pariente lejano de los Scherbatski y uno de los ornamentos de la buena sociedad de Moscú y de San Petersburgo. Veslovski no se turbó al notar la desilusión que produjo su presencia. Saludó alegremente a Lievin, recordándole que se habían visto otras veces, y se apoderó de Grisha para instalarlo en el vehículo.

Lievin siguió a pie, contrariado al no ver al príncipe, y más aún por la intrusión de aquel extraño, cuya presencia era del todo inútil; esta enojosa impresión aumentó al ver cómo Váseñka besaba galantemente la mano de Kiti delante de las personas reunidas en el terrado.

—La esposa de usted y yo somos primos y antiguos amigos —dijo el joven, estrechando por segunda vez la mano de Lievin.

—Vamos —dijo Oblonski, saludando a su suegra y abrazando a su mujer y a sus hijos—, decidnos si hay caza por aquí, pues Veslovski y yo llegamos con intenciones mortíferas. ¡Qué bien estás, Dolli! —añadió, besando la mano de esta y acariciándola afectuosamente.

Lievin, tan feliz antes, contemplaba aquella escena con enojo.

«¿A quién habrán besado ayer esos mismos labios, y por qué Dolli estará tan contenta, no creyendo ya en su amor?» También le incomodó la benevolencia con que la princesa recibió a Veslovski y la cortesía de Serguiéi Ivánovich con Oblonski, la cual le pareció hipócrita, porque sabía que su hermano no apreciaba a Stepán Arkádich. Váreñka, a su vez, con su aspecto de sainte nitouche, capaz de agasajar a un extraño porque solo pensaba en casarse; pero su descontento llegó al colmo cuando vio a Kiti contestar a la sonrisa de aquel personaje que consideraba su visita como una felicidad para todos: esto era confirmarle en su necia pretensión.

Lievin aprovechó un momento en que se comenzaba a conversar alegremente para esquivarse; Kiti, que observaba el mal humor de su esposo, corrió tras él, pero Konstantín la rechazó, alegando que tenía mucho que hacer en el despacho. Sus ocupaciones no habían tenido nunca a sus ojos tanta importancia como aquel día. «Ellos están de fiesta, pero yo debo atender a cosas que no tienen nada de festivas, que no pueden esperar y sin las que es imposible vivir», pensaba.

Ana Karenina
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