XXI

DESPUÉS de tomar parte en una excelente comida en casa de Bartnianski, seguida de algunas copas de coñac, Stepán Arkádich fue a casa de la condesa Lidia un poco después de la hora prefijada.

—¿Tiene visitas la condesa? —preguntó al criado al ver el bien conocido paletó de Karenin junto a un singular abrigo con broches.

—Ahí está el señor de Karenin y el conde Bezzúbov —contestó el criado.

«La princesa Miagkaia tenía razón —pensó Oblonski al subir la escalera—; es preciso conservar la amistad de esa mujer, pues tiene muchas influencias y podría decir dos palabras a Pomorski.»

Aún no había llegado la noche, pero ya estaban cerradas las persianas en el saloncito de la condesa Lidia, y esta última, sentada ante una mesita junto a la lámpara, conversaba con Karenin, mientras que un hombre pálido y flaco, de piernas raquíticas, aspecto afeminado, con el cabello muy largo y hermosos ojos, vivos y brillantes, permanecía en la extremidad de la habitación examinando los cuadros. Oblonski, después de saludar a la dueña de la casa, se volvió involuntariamente para examinar a aquel singular personaje.

—Señor Landau —dijo la condesa, con una dulzura que llamó la atención de Stepán Arkádich.

Landau se acercó al punto, apoyó su mano húmeda en la de Oblonski, después de ser presentado por la condesa, y volvió a examinar los retratos; Lidia y Karenin cambiaron una mirada.

—Me alegro mucho verle a usted hoy —dijo la condesa a Oblonski, señalándole una silla—. Ya observará —añadió a media voz— que le he presentado a este caballero bajo el nombre de Landau; pero debo advertirle que se llama conde Bezzúbov, título que por cierto no le agrada.

—Me han dicho que había curado a la condesa Bezzúbova.

—Sí; hoy ha venido a verme —repuso la condesa, dirigiéndose a Karenin—, y me ha inspirado lástima; esta separación es para ella un golpe terrible.

—¿Es cosa resuelta la marcha?

—Sí, va a París porque ha oído una voz —dijo la condesa Lidia mirando a Oblonski.

—¡Una voz! —repitió Stepán Arkádich, comprendiendo que era preciso tener la mayor prudencia en una sociedad donde se producían tan extraños incidentes.

—Lo conozco a usted hace mucho tiempo —continuó la condesa, después de una pausa—. Los amigos de nuestros amigos lo son también nuestros; mas para ser verdaderamente amigos, es preciso darse cuenta de lo que pasa en el alma de aquellos a quienes se ama, y yo temo que en este punto no se avenga usted con Karenin. ¿Comprende usted lo que quiero decir? preguntó, fijando en Stepán Arkádich la mirada de sus hermosos ojos.

—Comprendo, en parte, la posición de Alexiéi Alexándrovich —contestó Oblonski, que no comprendía una palabra y deseaba mantenerse en las generalidades.

—¡Oh!, no hablo de los cambios exteriores —dijo gravemente la condesa, dirigiendo una tierna mirada a Karenin, que se había levantado para ir a reunirse con Landau; el alma es la que ha cambiado, y temo que no haya usted reflexionado suficientemente sobre el alcance de esta transformación.

—Siempre hemos sido amigos, y puedo figurarme ahora en términos generales… —dijo Oblonski, contestando a la mirada profunda de la condesa con otra muy cariñosa, sin dejar de reflexionar sobre cuál de los dos ministros podría servirle más eficazmente.

—Esa transformación no podría oponerse a su amor al prójimo; lejos de ello, la eleva y la purifica; pero temo que usted no me comprenda.

—No del todo, condesa; su desgracia…

—Sí, su desgracia ha llegado a ser la causa de su dicha, puesto que su corazón se ha despertado para él —repuso la condesa, tratando de penetrar con su mirada en el alma de su interlocutor.

«Creo que podría rogarle que hablase con los dos», pensó Oblonski.

—Ciertamente, condesa —repuso—; pero estas son cuestiones íntimas que nadie osa abordar.

—Al contrario, debemos ayudarnos unos a otros.

—Sin duda alguna; mas las diferencias de convicción —replicó Oblonski, con una sonrisa melosa—, y por otra parte…

—No puede haber diferencia alguna en el asunto de la Verdad Sagrada…

Oblonski calló turbado al comprender que la condesa se refería a la religión.

—Creo que va a dormir —dijo Alexiéi Alexándrovich, acercándose a la condesa para hablarle en voz baja.

Stepán Arkádich se volvió; Landau estaba sentado cerca de la ventana, con el brazo apoyado en un sillón y la cabeza inclinada; al ver que todos lo miraban, la levantó y sonrió con expresión infantil.

—No haga usted caso —dijo la condesa, adelantando una silla para Karenin—; he observado que los moscovitas, sobre todo los hombres, eran muy indiferentes en materia de religión.

—Yo hubiera creído lo contrario, condesa —replicó Oblonski.

—Aun usted mismo —dijo Alexiéi Alexándrovich, con su sonrisa de expresión fatigada— me parece pertenecer a la categoría de los indiferentes.

—¿Es posible serlo? —exclamó Lidia Ivánovna.

—Yo me limito más bien a esperar —repuso Stepán Arkádich con su más amable sonrisa—; mi hora no ha llegado aún.

Karenin y la condesa se miraron.

—No podemos conocer nunca cuál es nuestra hora, ni creernos tampoco cuándo llega —dijo Alexiéi Alexándrovich—; la gracia no toca siempre al más digno; tenemos la prueba en San Pablo.

—Todavía no —murmuró la condesa, siguiendo con la vista los movimientos del francés, que se había acercado.

—¿Me permiten ustedes escuchar? —preguntó Landau.

—Ciertamente; puede tomar asiento —dijo la condesa con acento de ternura.

—Lo esencial es no cerrar los ojos a la luz —continuó Alexiéi Alexándrovich.

—¡Qué felicidad se experimenta al sentir su presencia constante en nuestra alma!

—Desgraciadamente, se puede ser incapaz de elevarse a semejante estado —dijo Stepán Arkádich, convencido de que las alturas religiosas no eran su fuerte, pero temiendo indisponerse con una persona que podía hablarle a Pomorski.

—¿Quiere usted decir que el pecado nos lo impide? Semejante idea es falsa; el pecado no existe para aquel que cree.

—Sí, pero ¿no es letra muerta la fe sin las obras? —preguntó Stepán Arkádich, recordando esta frase de su catecismo.

—¡He aquí el famoso pasaje de la epístola de Santiago que tanto daño ha hecho! —exclamó Karenin, mirando a la condesa como para recordarle frecuentes discusiones sobre este punto—. ¡Cuántas almas no habrá alejado de la fe!

—Nuestros monjes son los que pretenden salvarse por las obras, los ayunos, las abstinencias, etc. —dijo la condesa, con expresión de soberano desprecio. —Es una concepción salvaje… Eso no está dicho en ninguna parte. Es mucho más sencillo y fácil —añadió, mirando a Oblonski con la misma sonrisa reconfortante con la cual, en la Corte, animaba a las jóvenes damas de honor cuando las veía cohibidas por el nuevo ambiente.

—Cristo nos salva por la fe al morir por nosotros —repuso Karenin.

—¿Comprende usted el inglés? —preguntó Lidia Ivánovna, levantándose para ir a coger un folleto, al ver que se le contestaba afirmativamente—. Voy a leer a usted «Safe and Happy» o «Under the wing». Es muy corto —añadió—; pero ya verán cómo es la felicidad sobrehumana que llena el alma creyente; no conociendo la soledad, el hombre no es ya desgraciado. ¿Han oído ustedes hablar de Mari Sánina y de su desgracia? ¡Perdió a su hijo único! Y después de encontrar su senda, su desesperación se trocó en consuelo, y dio gracias a Dios por la muerte de su hijo. ¡Tal es la felicidad que resulta de la fe!

—¡Oh, sí! —murmuró Stepán Arkádich, muy satisfecho de poder callarse durante la lectura y no comprometer así sus asuntos. «Mejor será no pedir hoy nada», pensó.

—Esto le aburrirá a usted —dijo la condesa a Landau—, puesto que no sabe el inglés.

—¡Oh, también lo comprenderé! —contestó este con una sonrisa, cerrando los ojos.

Alexiéi Alexándrovich y la condesa se miraron, y se dio principio a la lectura.

Ana Karenina
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