XV

LAS calles estaban desiertas aún cuando Lievin se encontró delante de la casa de Scherbatski; toda la gente dormía y la puerta principal estaba cerrada, por lo cual volvió al hotel para tomar café. El criado que le sirvió no era Yegor. Lievin intentó trabar conversación con él, mas, por desgracia, lo llamaron y salió; después quiso tomar su café, pero no pudo; y poniéndose de nuevo el paletó, volvió a casa de los Scherbatski. Apenas comenzaban a levantarse los habitantes de la casa; el cocinero salía para hacer la compra; y de grado o por fuerza, fue preciso resignarse a esperar un par de horas más. Lievin había vivido toda la noche y la mañana en un estado del todo inconsciente, sobreponiéndose a las condiciones materiales de la existencia; no había dormido ni comido y a pesar de haberse expuesto al frío durante unas horas, casi desnudo, se hallaba en las mejores disposiciones; se sentía lleno de fuerza y capaz de los actos más extraordinarios, como volar por los aires o derribar las paredes de la casa. Para matar el tiempo que aún debía esperar, comenzó a recorrer las calles, consultando a cada momento su reloj; y lo que vio aquel día no volvió a verlo nunca más; le llamaron sobre todo la atención unos niños que iban a la escuela, y unas palomas que volaban desde los tejados a la calle, así como también las saikas[44] espolvoreados de harina que una mano invisible colocaba en un escaparate. Todos estos objetos eran un prodigio para Lievin; los niños sonriendo corrieron hacia una de las palomas; estas emprendieron el vuelo, sacudiendo las alas, que brillaban a la luz del sol; y un apetitoso aroma se exhaló del escaparate donde colocaban las saikas. Todo esto produjo en Lievin una impresión tan viva que comenzó a reír y llorar de alegría. Después de dar una larga vuelta por el callejón Gazetni y la calle Kislovka, volvió al hotel, se sentó, puso su reloj delante, y esperó a que la aguja señalase la hora del mediodía. Cuando salió del hotel, varios cocheros lo rodearon, manifestando en sus rostros la alegría, y disputándose para ofrecerle sus servicios. Evidentemente lo sabían todo: Lievin escogió uno, y para no resentir a los demás, prometió utilizarlos otra vez, dando después orden para que se le condujera a casa de los Scherbatski. El cochero tenía buena presencia y llevaba la camisa muy blanca; su trineo, bastante cómodo, era más alto que los demás, y de él tiraba un caballo de buen aspecto, que hacía lo posible por correr, pero que no avanzaba. Como el cochero conocía la casa de Scherbatski, se detuvo delante de la puerta y se volvió hacia Lievin respetuosamente. El portero de los Scherbatski lo sabía todo seguramente; era fácil reconocerlo en su mirada y en la manera con que dijo:

—Hace mucho tiempo que no ha venido usted, Konstantín Dmítrich.

No solamente lo sabía todo, sino que rebosaba de alegría, y se esforzaba para ocultarla. Lievin comenzó a descubrir las facetas nuevas y desconocidas de su felicidad al ver las cariñosas miradas del anciano.

—¿Están ya levantados? —preguntó.

—Sírvase usted entrar, déjelo aquí —dijo, sonriente, cuando Lievin quiso entrar con su gorra en las manos.

En concepto de Lievin, esto debía tener alguna significación.

—¿A quién anunciaré su llegada, caballero? —preguntó un lacayo.

El criado, aunque joven y nuevo en la casa, parecía una persona muy buena y amable, y también debía de haberlo comprendido todo.

—A la princesa, al príncipe y a su hija —contestó Lievin.

La primera persona a quien encontró fue a mademoiselle Linón. Estaba atravesando la sala con su rostro y sus ricitos —todo lo tenía radiante y feliz. Apenas le hubo dirigido algunas palabras, se oyó el roce de un vestido junto a la puerta; la señora Linon desapareció de sus ojos, y se sintió dominado por el terror que le infundía aquella próxima felicidad. Cuando la anciana institutriz hubo salido, Lievin percibió un paso ligero y rápido, y comprendió que se acercaba lo que era para él su felicidad, su vida, él mismo, no, algo mejor que él, algo, que estaba buscando y deseando desde hace mucho tiempo. Ella no caminaba, volaba hacía Lievin, parecía que alguna fuerza invisible la arrastraba hacía él. Después vio dos ojos serenos y límpidos, cuya expresión revelaba la misma alegría de que él estaba poseído, y cuyo brillo casi lo deslumbraba. Kiti apoyó suavemente las manos en los hombros de Konstantín…; ella hizo todo lo que podía: había corrido hacía Lievin para entregarse plenamente a él, temblorosa y feliz. Él la estrechó entre sus brazos y besó aquellos labios, que estaban buscando su beso.

También Kiti había pasado la noche sin dormir, esperándolo toda la mañana. Sus padres, por supuesto, le habían dado su consentimiento, y estaban felices al verla feliz. Había acechado la llegada de su prometido, queriendo ser la primera en anunciarle su felicidad; pero vergonzosa y confusa, no sabía cómo realizar su proyecto; y así es que al oír los pasos de Lievin y su voz, se ocultó detrás de la puerta para esperar a que la señora Linon saliese. Entonces, sin vacilar, corrió hacía Lievin e hizo lo que hizo.

—Vamos a buscar a mamá —dijo, ofreciéndole la mano.

Durante largo rato no pudo Lievin proferir una palabra, no porque temiese comprometer en nada su felicidad, sino porque las lágrimas lo ahogaban; cogió la mano de Kiti y la besó.

—¿Es verdad? —preguntó al fin con voz ahogada—. ¡No puedo creer que me ames!

Kiti sonrió al oír aquel tú, y al ver el temor con que la miraba.

—Sí —contestó lentamente, recalcando la palabra—. ¡Soy tan feliz!

Sin dejar su mano, Kiti entró con su prometido en el salón; la princesa, muy sofocada, comenzó a llorar al verlos, y después a reír; luego, de pronto corrió hacia Lievin con una viveza inesperada, y cogiendo su cabeza entre las manos, la humedeció con sus lágrimas.

—¡Ya está todo hecho y me alegro mucho! ¡Ámala! ¡Soy muy feliz, Kiti!

—Pronto habéis arreglado las cosas —dijo el anciano príncipe, procurando parecer sereno; pero Lievin vio sus ojos llenos de lágrimas—. Lo he deseado largo tiempo —añadió, atrayendo a Lievin hacia sí—; y cuando esa loca pensaba…

—¡Papá! —exclamó Kiti, cerrándole la boca con sus manos.

—¡Está bien, está bien! No diré nada; soy muy feliz… ¡Dios mío, qué tonto soy!…

Y cogiendo a Kiti entre sus brazos, la besó repetidas veces, e hizo sobre ella la señal de la cruz para bendecirla.

Lievin experimentó desde aquel instante un nuevo sentimiento de cariño por el anciano príncipe, hasta entonces un hombre extraño para él, cuando vio con que ternura durante un rato largo besaba Kiti su mano.

Ana Karenina
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